La memoria de Manguia

El arte en sus manos

Sus manos fuertes y desfallecidas son capaces de convertir en cestos de diseño las varas rescatadas de las palmeras

Casi todo lo aprendió de su padre, y ahora, con 90 años, Eulogio Concepción sigue con la tarea, un quehacer que empezó a realizar en Manguia, un cortijo envuelto en las tinieblas de su poderosa memoria

'El viaje de la memoria de la mano de Eulogio Concepción'

C. D. G

C. D. G

En Lanzarote se podía caminar tanto que a veces se perdía la esperanza. Muchas veces llegaron a creer que al atravesar los caminos yermos, las llanuras sedientas, agrietadas, no se podría encontrar nada al otro lado. Apenas una línea reseca en el horizonte, nada más. Pero se equivocaron. Al otro lado sí hay algo. Hay pueblos. Ensoñaciones de lugares que existieron, que perviven en la memoria.

Y entonces, se sentía en el aire el olor del humo, y se saboreaba ese olor de la gente como si fuera la esperanza. La esperanza que los mantenía en pie. Siempre caminando. Descalzos y a veces solos.

Eulogio Concepción es un maestro cestero. Un maestro infatigable, capaz de domesticar el pírgano, esas varas fuertes, recias, que se extraen de las hojas de las palmeras. Y que sus manos quiebran, adormecen, hasta que las transforma en los recipientes más lustrosos, y reconocidos. Son las obras de un artesano ilustre. Un artesano de 90 años.

Él dice que aprendió a escondidas, viendo cómo su padre hacía cestos. Tenía miedo, porque entonces se temía a los padres, de que no estuviera de acuerdo con su manera de hacer esos cestos que servían para todo. Para llevar las papas, y el pescado, y las piedras de los caminos. Entonces, alguien le pide que vaya a trabajar al caserío de Manguia, cerca de Haría. Eulogio no sabe si puede hacer algo tan importante él solo. Duda, hasta que le ofrecen ganar más que un labrador, que un picapedrero, y ante esta propuesta tan tentadora asume el reto. Y se convierte en el cestero de Manguia.

El cortijo de Manguia

Solo hay que detenerse en un recodo del camino, entre Teguise y Los Valles. Hay que mirar y ver: al fondo justo detrás de una montaña alargada, de tez rojiza, rodeada de palmeras altas, y un campo abierto aparece en ruinas el cortijo de Manguia.

El entorno enamora. Frondoso, mágico, solitario. Visto de cerca da la impresión de estar en un lugar distinto, ajeno. Tal vez no pertenece a este Lanzarote. Pero sí es el Lanzarote de otro tiempo: de la memoria.

Las palmeras que indican el camino se mecen en un día de viento. Ya se sabe que el viento habla. Quizás no lo entendamos. Pero habla y gime. Habrá que ponerse a escuchar.

Adentrarse en este paraje permite viajar en una inesperada máquina del tiempo. Caminar por un entorno envolvente, un valle adormecido que se acomoda entre una montaña, un barranco y la vehemencia de unas palmeras que marcan el camino. Y una vez allí, delante de los restos en ruinas llegan las sorpresas. La inteligencia de una población que sabía utilizar lo poco que tenía alrededor para levantar viviendas y colocarlas en lugares precisos. Allí dónde corría el agua, y se podía plantar. De todo.

El agua, siempre el agua en Lanzarote. La sed, los caminos resecos. Esta vez en Manguia una simple modificación del terreno produjo el desvió del agua. En lugar de llenar las maretas, la de Arnillas y la mareta de Las Mares, las corrientes de lluvia se perdieron. Y las balsas que construyeron los antiguos pobladores de Lanzarote se llenaron de tierra.

Eulogio Concepción se acuerda de aquellas construcciones, hechas con muros de piedra, con pelo de camello y con excrementos, de los nombres de la gente que vivía y trabajaba en los caseríos, de la dureza de los días, y de las maretas con agua. Sobre todo, le parece estar viendo la gran mareta de Teguise. Imaginarlo resulta gratificante.

La mareta de Las Mares

El arqueólogo Jesús Cáceres Rodríguez forma parte de un equipo de expertos empeñados en recuperar estas joyas de la historia del agua de la isla. Reconoce Cáceres que, si en algún momento se logra devolver a este paraje este tesoro escondido, recuperar estas maretas, con esa agua en tonos azules, como el cielo, de esta forma bautizaron los campesinos a este manantial, que se formaba con la lluvia que corría por el barranco: «imagínate ese espectáculo. Podría servir para darle un uso agrícola, o para que bebieran las hubaras, sería magnífico devolver a la realidad unas maretas que ahora están bajo tierra».

El trabajo de estos especialistas, que cuentan con el aval científico de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y del Área de Patrimonio del Gobierno de Canarias, no ha terminado. De momento, ya saben dónde se encuentran estas construcciones valiosas que sirvieron para dar de beber a personas y animales.

Cerca del caserío de Manguia se realizó con posterioridad otra construcción, que puede verse con más facilidad cerca de la carretera. Ambas edificaciones siguen manteniendo la magia, a pesar del tiempo. Una vez más será preciso detenerse y mirar. Y soñar con que el espectáculo de la mareta de Arnillas y la mareta de Las Mares resurja con esa agua azul como el cielo.

Detrás de los pasos que marca la memoria de Eulogio Concepción se vuelve a ver a esa gente que camina. Atravesando los parajes solitarios, al borde de los caminos, polvorientos y sobre todo con sed.

Estaría bien volver sobre esos pasos. Y ver de cerca aquella otra realidad. La tierra fértil, el agua que corre en los días de lluvia. De la mano de Eulogio Concepción resulta fácil. Verlo caminar de noche, desde Manguia a su casa en Haría. Y esa fiebre incesante por hacer su trabajo de cestero. Cestas grandes para recoger uvas, para llenar de trigo, de frutas, de marisco, y hasta de piedras.

Eulogio nos lleva a un mundo que ya casi no existe. A campos cubiertos de espigas, de plantas de papas, de millo alto, de colores vivos. Las palmeras que siguen oteando el horizonte, marcando el paso. Y los burros cargados con cestas grandes. Cestas con nombre propio.

Mirar atrás supone ver la inteligencia de una población que hacía posible lo inimaginable. Una vez más será preciso detenerse y mirar. Y soñar con que el espectáculo de la mareta de Arnillas y la mareta de Las Mares resurja con esa agua azul como el cielo. Ahora, de momento, solo queda la magia, los restos que perduran y los recuerdos de un maestro cestero de 90 años.

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