Arte

La isla de las metáforas

Treinta años después, el artista lanzaroteño Juan Gopar regresa a Madrid

Y lo hace con la solvencia de lo vivido desde ese faro atemporal que es la isla

Y el que mira queda asombrado por las metáforas, por los líquenes burbujeantes y por el deseo de unir arte y poesía

La exposición podrá verse en la galería Álvaro Alcázar hasta el 16 de marzo

Juan Gopar

Juan Gopar / ED

Hay vidas que se pierden en la búsqueda de paraísos soñados o en enjambres de caminos difíciles de domesticar, Juan Gopar da un paso más. Su lugar en el mundo es apenas un pedazo de tierra, un espacio nítido, con orillas en las que descansan los objetos náufragos, los jallos inesperados. La isla que recrea se ha transformado en el territorio de los milagros, en ella todo es posible. Desde lo alto, aferrado a un rudimentario catalejo de marinero en tierra, tiene la posibilidad de asomarse al pasado, sin la nebulosa de la nostalgia, al presente con sus ruidos y al futuro, que está por venir.

Escribe Alejandro Krawietz en el catálogo de la exposición de Juan Gopar en Madrid: «La creación está buscando constantemente metáforas en las que encarnarse, ensueños en los que fijar sus potencialidades, imágenes a las que acudir cuando llega el momento de una nueva fundación». Y en este viaje de la creación se pueden producir descubrimientos o naufragios. Se juega a todo o nada. Y veces, sentencia Krawietz, «el premio de este juego puede ser una isla».

Después de 30 años, Gopar regresa a Madrid con una exposición que recorre su trayectoria. Se perfilan trabajos que ya existieron, con rasgos que resuenan, colores vivos, brochazos que florecen en la obra Sherezade, el nombre del barco del abuelo Santiago. Recuerdos de un barco luminoso, de un enclave potente, como centro del mundo, el Charco. Desde la ventana azul de aquel refugio de pescadores se podía viajar a través del tiempo, y después llegaron las casas hechas con restos de patera, madera salpicada de salitre, y hoy recubiertas de hollín, tablones negros, quemados por el fuego para su exterminio.

Metáforas

Juan Gopar se adentra en las metáforas, y les da vida. Sopla, traza, golpea y aparecen esas pequeñas construcciones que forman parte del imaginario de los que llegan a las costas, a hurtadillas, con miedo. Como en un poema de Borges, «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur ...».

Una vez más Juan Gopar juega, juega con las imágenes, con todo aquello que ofrece un territorio pequeño y fragmentado y también sueña con poder vivir en medio de poemas. Le encantaría poder zambullirse en esa realidad de palabras ingeniosas, o sencillas. De esas que aparecen en cualquier poema de Manuel Padorno: «Nunca serán los días tan propicios... Las olas suben dentro de mis ojos... Chillan las nubes, las gaviotas grises... tiembla la luz por la caleta clara; hermoso taller el mío: la isla».

El juego del todo o nada tiene su premio. Recorrer la exposición supone adentrarse en ese mundo salpicado de historias, de relatos, de viajes que no se hicieron, o sí. Y de tanto observar, mirar desde lo alto, el artista se detiene en el paisaje, en las burbujas de colores de los líquenes. Destellos que iluminan, que llaman la atención, por su arrogancia, por la vida que se esconde, por la belleza de lo agreste, que fulmina y atrapa.

La isla taller, esa isla entre lo real, y lo soñado se adueña del entorno. Sus colores, la fuerza, lo que esconde, que a veces resulta tan difícil de ver. Dice Juan Gopar que Lanzarote es esa isla atemporal en la que todo es posible. Un día descubrió que valía la pena quedarse, recorrer las orillas, tratar de entender sus jadeos, los movimientos certeros, los relatos que le llegaban a través de otras voces, y entonces entendió que había llegado la hora de plasmar esos mensajes en una obra que pudiera verse, y casi imaginar que detrás, delante de una plantación de líquenes se encontraba la respuesta.

En los ensueños de todo insular, dice Alejandro Krawietz, habita un náufrago. Un náufrago que construye su cabaña como una forma de pensamiento. Habrá que mirar alrededor, recorrer las orillas, y descubrir la magia de un territorio que se mece sobre el mar. Respira y jamás se ahoga. El horizonte sirve de ancla.

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