César Bona (Ainzón, Zaragoza; 1972) fue nominado en 2015 al Global Teacher Prize, un premio al que algunos se refieren como el Nobel de los maestros. Entre los 50 docentes que llegaron a la final solo uno era español, y era él. Licenciado en Filología Inglesa y diplomado en Magisterio en Lengua Extranjera, en ambos casos por la Universidad de Zaragoza, acumula reconocimientos a su manera de entender el magisterio. Tiene el Magister de Honor por la Plataforma de la Escuela Pública, el Crearte del Ministerio de Cultura —este por dos veces— y una mención de honor en el International Children Film Festival of India.

En 2015 publicó el libro La nueva educación y tras él vinieron otros. El pasado mes de marzo, con el sistema educativo aún intentando sobreponerse al impacto de la pandemia de covid-19, sacó a la luz Humanizar la educación, su última reflexión sobre cómo es y cómo debería ser la enseñanza.

En todo el mundo se están revirtiendo las tendencias demográficas, habrá menos niños y es de suponer que eso repercutirá de alguna forma en la educación.

No me había planteado el asunto demográfico en relación con la educación, y al pensar en ello me surgen muchas preguntas. Cuando se habla de caída demográfica pienso en los pueblos. Hay muchísimos pueblos que tienen que afrontar esa situación. Desde la visión que tiene un maestro, eso me hace pensar en esa forma de vida de los pueblos, en lo fácil que resulta cerrar una escuela y lo difícil que es reabrirla luego. No solo se trata de que haya más o menos alumnos, sino de que les demos las herramientas que necesitan para su desarrollo. Muchas de esas herramientas las hemos echado de menos durante la pandemia y han sido carencias que han salido a la luz durante este confinamiento.

Además, la pandemia también ha obligado a replantear el modelo educativo.

Me sorprende que en todos los ámbitos se estén proponiendo cambios mientras que en el educativo a la sociedad le esté bastando con cerrar los puños y apretar dientes, y esperar a que esto pase. Ahora todo el mundo sabe que es una PCR, hasta los niños, pero no conocen qué es una RCP (reanimación cardiopulmonar), qué es la maniobra de Heimlich o qué pasa con la obesidad... Tenemos que pensar en las carencias de la sociedad para dar más énfasis a eso en las escuelas. Estaba hablando de salud física, pero podíamos hablar también de salud mental —hemos visto su importancia durante estos meses— y podríamos hablar de si hay diálogo o no hay diálogo, de si sabemos convivir, de si la sociedad está polarizada o no lo está... De lo que estamos viendo en estos tiempos podemos concluir que la élite política necesita más educación. Una mala educación nos lleva a dar por hecho que hay ciertas herramientas de las que disponemos, sin cuestionárnoslo, así que cómo vas a dedicar tiempo en educar el pensamiento crítico o en educar en salud, por qué vas a educar en el diálogo y en el consenso o por qué le vas a dedicar tiempo a enseñar el uso ético de la tecnología. Ese es uno de los problemas, que damos muchas cosas por hecho.

¿La pandemia puede ser una oportunidad para mejorar el sistema educativo?

Esto nos ha pillado a todos por sorpresa. Se me viene a la cabeza una frase de una directora de un colegio, cuando en septiembre del año pasado se reanudaba el curso: «No podemos fallarles en esto», dijo, pensando en los niños. Creo que esa actitud resume muy bien cómo ha habido que nadar en la incertidumbre durante el curso pasado. La pandemia ha puesto de manifiesto que el uso de la tecnología, que parece que todos controlamos y que usamos en nuestras casas, es una gran herramienta, pero con limitaciones. Con ella nos ha entrado mucha información, pero también mucha desinformación, y ahora estoy hablando de todos. Justamente antes de la pandemia se demonizaba el uso de los móviles en las aulas y por arte de la pandemia acabaron convertidos en los salvadores de la educación. Después de lo que hemos vivido, nuestro pensamiento también debería cambiar sobre cómo hay que enseñar. Eso es algo urgente.

¿Cómo hacerlo?

Se está preguntado a todo el mundo qué va a pasar ahora y cómo hay que afrontar el futuro, en todos los ámbitos, y en educación no podemos conformarnos con que nuestros hijos aprendan a mantener la distancia social. Desde el adultocentrismo estamos empezando a hacernos preguntas: sobre cómo evaluar, sobre los contenidos... Buscamos distintas respuestas a las mismas preguntas, pero se trata de salir de la inercia y hacernos nuevas preguntas: ¿para qué te gustaría que tus hijos fueran a la escuela?, por ejemplo. Me parece increíble el hecho de que cuando salimos a la calle o a un foro público a hablar de educación hablemos solo de lo que queremos los adultos.

¿En los centros educativos no se escucha a los niños?

No se puede generalizar. Hay algunos que escuchan a los niños, pero hace falta dotar a los centros de más flexibilidad. A cualquiera le gusta sentirse escuchado en su trabajo y a los niños también. Cuando se habla de motivar a los niños en la escuela se olvida que la motivación está en los propios niños. Es curioso que los adultos queramos educar a niños y niñas que no nos podemos tomar el tiempo en conocer. Entran al aula tres muchachos, que vienen del recreo, deseando contarte algo y tú, profesor, preocupado por la temporalización de la materia, les pides que esperen y no les escuchas. A la mayoría de los docentes les encantaría poder tener más tiempo para escuchar a niños y niñas y para reflexionar con ellos sobre lo que es la vida. Tenemos que recuperar verbos como escuchar, reflexionar, aprender... Imagínese su último día del curso, cuando era niña, ¿qué le preguntaban cuando llegaba a casa? ¿Qué tal las notas? Pues tenemos que cambiar esa pregunta entre todos y sustituirla por: ¿qué has aprendido y para qué lo vamos a utilizar? Ahora las cosas que no son cuantificables no tienen cabida en la escuela, cosas como la resiliencia, la flexibilidad...

¿Se diseñan los sistemas educativos con criterios economicistas, como si las escuelas fueran empresas?

La gran revelación de estos meses es que hemos comprobado cómo nos estábamos empeñando en adaptar la vida al currículum cuando tenía que haber sido al revés, de todas todas. Si hablamos de productividad tenemos que pensar en que las empresas suelen tener en cuenta el I+D+i, la investigación, el desarrollo y la innovación. Para una empresa innovar puede ser mejorar los procedimientos y de ese modo puede mejorar sus resultados. Por analogía, en la educación hay que ver si los procedimientos que usamos son óptimos o no y ahora mismo uno de cada cuatro estudiantes no termina sus estudios. Eso no es bueno. Para mucha gente puede ser solo una estadística, pero pónganle nombre a cada uno de esos chicos y chicas. Está claro que hay que cambiar procedimientos. Se está produciendo una paradoja: todo ha de evolucionar y todo empieza en la educación, pero los adultos nos mostramos reacios al cambio educativo. A veces, cuando se proponen experiencias educativas nuevas, se piden evidencias científicas de que funcionan, cuando algunas ya se aplicaban hace 200 años. De lo que no se pide evidencias de que funcione es de lo que se está haciendo ahora.

¿Qué dicen los niños sobre esto?

Eso depende mucho. Depende de lo que sienta cada niño o niña, de si se les escucha o no en sus colegios, de si se les deja participar o no en su educación. Esa pregunta hay que pasársela directamente a ellos. Preguntarles a los niños no significaría perder el control de la educación, aunque desde nuestra adultez no nos guste oír esto.

¿Mejor sustituir las asignaturas por las competencias?

Eso es algo que tenemos que pensar: ¿qué queremos, evaluar competencias o evaluar materias? Pensemos en qué necesita la sociedad. La sociedad que tenemos ha salido de las escuelas. Si pensamos que nuestra sociedad necesita más diálogo, si creemos que necesita más compromiso social, que sea más respetuosa con el planeta en el que vivimos, si hacen falta competencias para que la gente sepa gestionar y resolver sus problemas, manejar sus emociones o trabajar en equipo, hay que enseñar a los niños todo eso en las escuelas. No son cosas muy innovadoras, pero sí son muy necesarias.

¿Por dónde empezar el cambio?

A mí no me gusta dar respuestas categóricas, yo tengo más preguntas que respuestas. La pregunta es para qué te gustaría que fueran tus hijos a la escuela o si fueras niño o niña cómo te gustaría que fuera tu escuela. Lo que sí puedo decir es que tengo la certeza de que la sociedad que queremos está en las escuelas que tenemos.

Para algunos niños el colegio es un castigo; las vacaciones, una liberación.

No todos los niños piensan que los colegios son una tortura. Hay muchos centros que invitan a los niños a participar y que los tienen más en cuenta. Es importante que esas experiencias salgan a la luz y que creemos redes de transmisión.

¿Alguno de esos centros?

Hay un colegio, La Biznaga de Málaga, que estaba desarrollando un proyecto en el que se escuchaba muchísimo a los niños en la toma de decisiones. Ahora está teniendo problemas, una mano negra está impidiendo que ese proyecto llegue a buen puerto.

¿La Administración educativa es demasiado rígida?

Las administraciones tienen que ser mucho más flexibles, deben escuchar a los centros y atender las necesidades de su infancia.

¿Qué opina de los aprobados generales que se dieron a final de curso en esta situación excepcional?

Es una vuelta a las mismas preguntas. Los adultos no nos pusimos en la piel de los niños y los adolescentes, durante la pandemia se les trató como si fueran entes de otra galaxia a los que esto no les afectaba. Estamos empeñados en educarlos para la adultez cuando la niñez y la juventud son etapas vitales en sí mismas.

Eso los niños, ¿los profesores?

Necesitan sentirse escuchados. El apoyo a los docentes es imprescindible.

No fueron considerados trabajadores esenciales en pan­demia.

Curioso, ¿no?