Diana Vreeland fue la primera editora de moda de la historia. Carmel Snow, directora de la revista americana Harper’s Bazaar, la contrató después de verla bailar una noche de 1936 en la pista del Hotel St. Regis de Nueva York, vestida con un Chanel de encaje blanco, un bolero a juego, y rosas blancas en la cabeza. Al día siguiente la llamó para proponerle que se uniera al equipo de la revista. Su respuesta fue: «En mi vida he pisado una oficina. Nunca me visto hasta la hora de comer». Pero sabía mucho de ropa, había pasado horas en las interminables pruebas que exigían los vestidos de alta costura que solía encargar a los diseñadores europeos más conocidos, como Chanel —de quien llegó a ser intima amiga— Schiaparelli y Balenciaga; así que pensó que no había nada malo en probarlo; al fin y al cabo, vivir en Nueva York era muy caro y tener un trabajo remunerado ayudaría a sostener su elevado estilo de vida.

Ésta y otras extravagantes anécdotas las contó en sus memorias D.V., que escribió en 1986, y que editó en español la editorial Superflua. Con un estilo desordenado y ligero, salta de un tema a otro mientras deja fluir su carácter efervescente, su determinación de sargento y su esnobismo chispeante al tiempo que Isak Dinesen llama a la puerta con un ramo de gladiolos, coincide en el cine con Josephine Baker y su leopardo, o asistimos a uno de los famosos almuerzos que daba Wallis Simpson. En el libro, Vreeland cuenta, a veces inventa (ella dice que exagera). Parece flotar en el aire del tiempo que le tocó vivir, que va desde la época eduardiana a los años 80, ensimismada en la belleza que encuentra en tantas cosas y particularmente en la ropa, los accesorios, los perfumes, el ballet, y la gente extraordinaria que formó parte de su círculo.

Diana Dalziel nació en París en 1903 y vivió allí sus primeros años. Francófona hasta el tuétano, siempre consideró que el contacto con la cultura francesa había tenido una gran influencia en su manera de ser. Una madre americana y un padre inglés muy bien relacionados le proporcionaron una infancia extraordinaria y llena de color en la que tuvo contacto con muchas personalidades y recibió una educación poco convencional. En 1914, debido a la primera guerra mundial, la familia se instaló en Nueva York.

Como le dejaron elegir qué quería aprender, abandonó el colegio de monjas y se formó como bailarina en una escuela de ballet ruso.

Diana era rara, tirando a fea —su madre acostumbraba a recordárselo—, pero a ella el hándicap le sirvió de aliciente y tuvo claro desde joven que tenía que convertirse en alguien interesante. Se impuso la disciplina —una de sus palabras favoritas— de leer todo aquello que le aportara conocimiento. Su curiosidad por casi todo le proporcionó la cultura necesaria.

Con 18 años se casó con Reed Vreeland en una boda a la que no acudió nadie debido a un reciente escándalo sentimental de su madre. No le importó, solo quería casarse con ese hombre «mayor» —Reed tenia 25 años— del que se había enamorado y que sería su gran amor y el único hombre de su vida; ya había desarrollado esa faceta de su carácter que hacía que no le importaran nada las habladurías ni los prejuicios.

En 1929, debido al trabajo de su marido, la pareja se instaló en Londres donde ella llegó a tener una tienda de lencería que le permitió viajar a menudo a París. «Lo mejor de Londres, es París», decía. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, dejó que su marido volviera a Nueva York mientras ella se demoraba un par de semanas más en el Bristol de París, para terminar las pruebas de sus encargos en Chanel. Salió de Le Havre en el último buque de pasajeros que zarpó de Europa, deprimida por alejarse de sus modistos y sus zapateros (húngaros) favoritos.

‘Harper’s Bazaar’

Hasta la llegada de Diana Vreeland a Harper’s Bazaar, las estilistas eran «·señoras que ponían sombreros a otras señoras, como dijo Richard Avedon, el fotógrafo con el que más trabajó. Vreeland, con su determinación y su potente mundo interior, agitó, provocó e innovó no solo la forma de mostrar la moda, también los contenidos editoriales de la revista. Su máxima fue ·dar al público lo que no sabía que quería, aunque, según afirma ella misma con humor, a veces fracasaba. Iba demasiado por delante de la sociedad. A las órdenes de Snow, más mandona que ella, sacó la moda de los estudios y la fotografió en la calle. Mandó a los fotógrafos de viaje encargándoles fantasías que surgían de su imaginación. Se dejó llevar por su instinto y apostó por una desconocida Lauren Bacall, que con solo una portada de Harper’s voló a Hollywood para protagonizar Tener o no tener. Convenció a Barbra Streisand para posar como modelo, y descubrió, entre otras bellezas, a Lauren Hutton y a Marisa Berenson.

«The eye has to travel» («El ojo tiene que viajar»), le gustaba decir. Así se llama el documental que dirigió Lisa Inmordino Vreeland, casada con su nieto, que la retrata en toda su ligera complejidad.

Vreeland estuvo en Harper’s 28 años. En 1962 recibió una oferta de Vogue y se fue. Dos años antes, Snow se había jubilado y a ella le molestó que no le dieran su cargo de directora. Además, según cuenta en sus memorias: «Fui la cosa más económica que jamás le ocurrió a la Hearst Corporation». Se sentía mal pagada.

‘Vogue’

El Vogue que hicieron en los años 60 entre ella y el director artístico Alexander Liberman abrió el camino a todas las revistas de moda modernas. Vogue se convirtió en el espíritu de Vreeland: ahora tenía experiencia y una mirada propia, fruto de su cosmopolitismo y de su habilidad de entender otros mundos y acercarlos a sus lectores. La cultura, los viajes, el pensamiento y la actualidad entraron en el contenido de la revista con reportajes sobre arte, arquitectura o estrellas de rock. Siguió los cambios sociales: la píldora, los vaqueros, el feminismo —aunque ella pensaba que «las mujeres son, por naturaleza, dependientes de los hombres»—, la libertad sexual, o el terremoto juvenil, tuvieron su espacio en Vogue. También tuvo su lado difícil. Como mujer de acción era nerviosa y decidida, y pidió que le achicaran el despacho porque no tenía paciencia para esperar que la gente anduviera hasta su mesa. A las secretarias, que siempre encontraba lentas, las mandaba a hacerse mirar la tiroides.

Desde su posición en Vogue, influyó también en la carrera de muchos diseñadores, orientando al palmero Manolo Blahnik hacia los zapatos, o a Carolina Herrera hacía el diseño de ropa. En 1971 fue despedida de la revista. Newhouse, el patrón, encontraba muy caras sus producciones y pensó que su frivolidad era inconveniente en una década que empezaba a revelarse como más espiritual. Para ella fue un disgusto, pero se repuso. No sabía que su tercera gran aventura profesional la esperaba en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

El Met de Nueva York

El Met tenía un pequeño departamento dedicado a la moda sin apenas actividad, el Instituto de la Indumentaria. Ted Rousseau, viejo amigo y funcionario del museo, la convenció para que se hiciera cargo. El Met necesitaba recursos, y la producción de grandes eventos y exposiciones podían dárselos. Vreeland montó 12 exposiciones. La primera sobre Balenciaga. Al final de su primer año, el museo había recuperado sus finanzas. Trabajó en el Met hasta 1984, cuando se retiró y escribió sus memorias. Murió en 1989 de un ataque al corazón. Había conseguido la Legión de Honor francesa. Era lo que más deseaba.