Bella y perturbadora sátira

El cineasta chileno Pablo Larraín se sumerge de nuevo en los horrores de la dictadura, convirtiendo a Pinochet en un vampiro sediento de sangre

Hace unas semanas el jurado oficial de la Mostra de Cine de Venecia, presidido por el productor y director franco-americano Damien Chazelle, distinguía a Guillermo Calderón y a Pablo Larraín con el Premio al Mejor Guion por El conde, una película fuera de norma, presentada por Netflix, aunque con estreno en salas en el mercado estadounidense, que provocó, como suele suceder con los últimos trabajos firmados por Larraín, sonoras polémicas entre la crítica internacional allí acreditada. Ya ocurrió en el año 2015 con El Club, un irónico, apasionante y trágico thriller sobre la expiación moral en el seno de la Iglesia chilena con el que obtuvo el Gran Premio del Jurado en la Berlinale o con No (2012), otro impactante thriller de corte político sobre el declive de la dictadura chilena, galardonado con el prestigioso Premio de la Quincena de Realizadores de Cannes y con el Premio a la Mejor Película en el Festival de Cine Iberoamericano de La Habana.

En ambos casos, el radicalismo formal y el arrojo político que exhibe este cineasta abordando asuntos tan vidriosos en un periodo de la historia tan convulso desataron cierta animadversión entre los sectores más refractarios a cualquier impulso innovador, circunstancia que no ha impedido que Larraín, vanguardista confeso, siga cotizando al alza en el mercado internacional del cine de autor y entre los espectadores más proclives a los nuevos lenguajes que propone el cine de nuestro tiempo. Por eso, y le pese a quien le pese, se trata de una figura, controvertida, sí, pero capaz de situar sus trabajos en una tesitura en perfecta sintonía con las aspiraciones de quienes sostenemos la idea de que el arte ha de expresarse de acuerdo con una dinámica más evolutiva que conservadora, mostrando la realidad, sea la que sea, desde una perspectiva absolutamente innovadora, o sea, la que nos impone la era que nos ha tocado vivir.

Pues bien, coincidiendo con el 50 aniversario del sangriento golpe de Estado perpetrado por el general Pinochet contra el régimen democrático de Salvador Allende, Larraín da otro golpe de timón en su muy arriesgada carrera profesional abordando abiertamente un asunto tan turbio y oscuro desde la óptica del cine fantástico, es decir, desde la óptica de uno de los géneros cinematográficos más populares, aunque, eso sí, dejémoslo claro cuanto antes, sin caer en ningún momento en la fácil complacencia en los diversos lugares comunes que han definido, y definen, el noventa por ciento de la producción de este maleado género desde tiempos inmemoriales. En primer lugar, nos llama poderosamente la atención la elección de una impoluta fotografía en blanco y negro, a cargo del reputado Ed Lachman, responsable de este apartado, entre otros, en la mayoría de las producciones del estadounidense Todd Haynes,

Un trabajo que le imprime a la película esa atmósfera feérica que la cubre desde sus primeras secuencias hasta la última, marcando el tono preciso para que el guion desarrolle todas sus potenciales virtudes ante el reto descomunal de afrontar un hecho histórico de enorme trascendencia política bajo claves visuales y narrativas de claros tintes fantásticos, es decir, empleando imágenes que nos trasladan a otra dimensión muy apartada del tono documental que se le presumiría a una película cuyo discurso gira alrededor de unos hechos que provocaron una profunda frustración entre los demócratas del mundo entero.

Pero, una vez más, hemos de apelar a la convicción de que el cine, como cualquier otro medio de expresión artístico, puede apelar a la ficción más desbocada para hablarnos de temas que han surgido desde la más desoladora realidad. No constituye por lo tanto ningún acto «sacrílego», como algunos desnortados lo han llegado a calificar, que un asunto que ha causado tanto dolor, tanta frustración y tanta tristeza en nuestra vida real se pueda mostrar, mediante imágenes extraídas del imaginario popular heredado de incontables novelas y películas devoradas a lo largo de nuestra existencia. De ahí que la arriesgada apuesta de Larraín con esta película no nos aleje en ningún caso de su objetivo esencial: volver a explorar, aunque desde los parámetros de la ficción más anárquica, uno de los episodios políticos más ignominiosos del siglo XX.

En uno de los numerosos momentos estelares que atesora esta inclasificable película un Pinochet solitario, despótico y chupasangres proclama, en compañía de su mujer y sus hijos, sus conocidas teorías ultraliberales con una frase escalofriante que sentencia la política regeneracionista del derrocado gobierno de la Unidad Popular de Allende que él, y sus cómplices políticos provocaron: «En realidad lo que yo quiero para mi país son propietarios, no proletarios». Aunque éste no va a ser, ni muchísimo menos, el único tono dominante a lo largo de la película sí que circula, en el fondo de cada secuencia, una corriente satírica que, curiosamente, convive con el horror visual que envuelve cada secuencia.

Sin un atisbo de preocupación que ensombreciera su rostro, el dictador, magistralmente interpretado por Jaime Vadell, consume sus frases lapidarias sobre la economía social y el orden político que aspira perpetuar en su país, al mismo ritmo que va absorbiendo la sangre de sus víctimas y de otros iconos del ultraliberalismo, como su amiga y benefactora Margaret Thatcher, así como la vida monacal de un consorcio de monjas que emprende literalmente el vuelo sobre unos sombríos escenarios bajo los cuales Pinochet ejerce, urbi et orbe, su cruel tiranía. El controvertido y temerario enfoque de esta historia, fundamentalmente basado, insisto, en su bello, poderoso y perturbador tratamiento visual, constituye otro paso más en la carrera de un director al que le sobran virtudes para continuar por una senda autoral sembrada de detalles que lo han ido aupando a un pedestal que pocos de sus colegas han logrado alcanzar. Solo con inventiva, valor y sensibilidad continúa marcando sus propios hitos como un creador sin paliativos.