El lado turbio de la canícula

‘Fuego en el cuerpo’ desató una de las polémicas más abrasivas del cine de los 80

Kathleen Turner en ‘Fuego en el cuerpo’.

Kathleen Turner en ‘Fuego en el cuerpo’. / El Día

A veces sucede que un detalle aparentemente minúsculo y carente de importancia se convierte, sin darnos cuenta, en un serio obstáculo para el desarrollo normal de nuestras aspiraciones vitales, tanto en el ámbito individual como en el colectivo. Ocurre sobre todo cuando los conflictos que nos sobrevienen en vez de encarrilarlos por las vías de la prudencia, la reflexión y el sosiego dejamos que se enturbien o bien que naufraguen estrepitosamente; nos volvemos inflexibles, irracionales, distantes, volátiles, irascibles e intransigentes… Pero si las dificultades para alcanzar la necesaria equidistancia, el deseado equilibrio interior, sólo dependieran de la firme voluntad de superación y no de otros factores de carácter exógeno, como el de la propia atmósfera que envuelve y condiciona el relato diario de nuestras vidas, todo, sin duda, resultaría mucho más sencillo de explicar, más clarificador, más asumible para todos.

Los dramas no funcionan igual en medio de un clima marcado por los rigores invernales que en un escenario fustigado por los azotes veraniegos. En el segundo caso, además, se establecen determinados juegos de contrastes que abren aún más el objetivo que permite observar las continuas oscilaciones de la condición humana, acelerando, al mismo tiempo, la descomposición de los grandes núcleos afectivos desde donde surgen la mayoría de nuestros conflictos, desde los más cotidianos a los más globales; desde los más íntimos a los que conllevan mayor exposición pública. De ahí que el verano sea el periodo en el que se refleje un mayor número de desajustes emocionales y, según Foucault, es la época donde brota en todas las sociedades una mayor proclividad a la irritación, a la explosión del odio, la hostilidad y las pulsiones criminales.

Aunque desde los folletos de las agencias de viaje se nos invita cada año con rigurosa puntualidad, a disfrutar de un bien merecido descanso en escenarios de ensueño o en rincones que nos proponen disfrutar del más plácido de los mundos bajo los rayos de un sol abrasador, los meses de verano, ya se sabe, suelen asociarse a menudo con los recuerdos líquidos y con las emociones más abrasivas con momentos de sedación y sosiego; de fatiga y sesteo; de acaloramiento y morbosidad, aunque también se vinculan de alguna manera al aislamiento y a la turbación; a problemas existenciales no resueltos y al estallido irrefrenable de viejas cuestiones enquistadas y/o semiolvidadas que aguardan, año tras año, un desenlace que no acaba de cristalizar.

Mientras nos entregamos al relax vacacional nuestro cerebro, paradójicamente, se muestra más activo que nunca y por lo tanto más propenso a reactivar los mecanismos psicológicos que agitan y explican las más insospechadas conductas que pueda adoptar cualquier individuo desde los presupuestos éticos más disímiles, al tiempo que va quedando al descubierto, en no pocos casos, la cara más sombría y oculta del ser humano, esa zona de la discrecionalidad donde se quiebran todas las reglas morales y prevalecen las pasiones más impulsivas, oscuras, e irrefrenables, como lo han sabido reflejar, durante décadas, plumas insignes y distinguidos cineastas.

Aunque lanzadas a vuela pluma, estas reflexiones nos aproximan perfectamente al poder perturbador de esa singular iconosfera por la que discurre un filme tan moralmente devastador e inquietante como Fuego en el cuerpo (Body Heat, 1981), debut en la dirección del veterano guionista Lawrence Kasdam, autor, entre otros libretos de éxito de En busca del arca perdida y La guerra de las galaxias. La atmósfera doblemente opresiva, húmeda y asfixiante de Miami, marco geográfico elegido por Kasdam para el desarrollo de su historia, evoca de forma continuada el ambiente plomizo de tantas películas de cine negro o policiaco sencillamente, e incluso el decorado está pensado para que acuda en apoyo de esta sensación de asfixia permanente que destila el filme. El bufete de Ned Racine (William Hurt), protagonista masculino, a pesar de su rango profesional, se acerca más a un cuarto trastero que al despacho de un ilustre abogado; es decir, el elemento visual al servicio del efecto buscado, como sucede con los mejores maestros del cine clásico. Kasdam, como también se ha podido ver en muchas otras obras ilustres del género, va incrementando la tensión del conflicto a medida que los elementos ambientales que lo rodean —las elevadas temperaturas, las continuas presiones exteriores que sufre la pareja protagonista, los temores a que su cada vez más intensa relación sexual acabe desvelándose ante una sociedad intolerante—

Acompañado de una excelente banda sonora a cargo de John Barry, responsable de muchas de las partituras más celebradas del Hollywood de los ochenta, y de un sólido guion firmado por el propio Kasdam, Fuego en el cuerpo cosechó tanto éxito taquillero que se situó rápidamente en la cúspide del género, a pesar de los ataques furibundos de los sectores más integristas de la crítica estadounidense que contrastaron radicalmente con los efusivos elogios que recibió entre los crítico europeos. Un thriller tenso, electrizante y desolador, protagonizado por Ned Racine (William Hurt), un rutinario abogado de Florida que ahoga sus profundas frustraciones personales con monumentales ingestas de whisky, y Matty Walker (Kathleen Turner), la bella y calculadora esposa de Edmund (Richard Crenna), un poderoso hombre de negocios asediado por los celos.

Dos personajes cuyo encuentro fortuito en una localidad en las afueras de Miami los transforma en una insaciable pareja de amantes dispuestos a llevar a cabo el asesinato de Edmund y sellar así su bronco y clandestino romance, al tiempo que se hacen con la inmensa fortuna amasada por Edmund durante décadas. El relato, inspirado, como digo, en un guion del propio Kasdam, transcurre durante un tórrido e inacabable verano entre las pantanosas tierras del estado de Florida. Un broche de lujo para la historia de un género que hunde sus raíces en algunas de las tradiciones literarias y cinematográficas más sólidas, transgresoras y convulsas de la cultura estadounidense, encabezadas por escritores de la estirpe de James M. Cain, Tennesse Williams, Raymond Chandler, Chester Hymes o Horace McCoy.