Fue, sin duda, uno de los mitos eróticos más deseados del cine de los cincuenta y la actriz que mejor encarnó la imagen de la heroína melodramática en una época sembrada de inquietantes retratos de mujer bajo un clima ideológico alimentado por el espíritu de la Guerra Fría y por el totalitarismo maccartista. Y aunque no pasó a la historia como una estrella ejemplar -su filmografía recoge muchos títulos fácilmente olvidables- llegó a protagonizar algunas de las películas más poderosas del momento gracias al infalible olfato de los grandes cazatalentos de la Metro, el estudio que la apadrinó desde su exigua aparición, a sus diecisiete años, en el melodrama de William A. Wellman Ha nacido una estrella (A Star Is Born, 1937), con Frederic March, Janet Gaynor y Adolphe Menjou. Sus grandes y expresivos ojos grises, su físico parvo (1,60 cm.) pero absolutamente armónico y su cutis marfileño ofrecían un nuevo canon de belleza femenina en un Hollywood sediento de nuevos rostros dotados de ese indefinible magnetismo que caracterizaba la refinada figura de la Turner, incluso en su etapa más declinante.

En septiembre de 1994, en plena celebración del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, Lana Turner (Wallace. Idaho, 1921. Los Ángeles, California, 1995) mostraba en el escenario del emblemático Teatro Victoria Eugenia su ya no tan flamígera figura para recibir el Premio Donostia a toda su carrera profesional, enfundada en un elegante e impoluto traje negro y esgrimiendo su amplia sonrisa ante un público que ya no aullaba de placer como antaño ante su abrasiva belleza pero sí que le mostraba respetuosamente su admiración reverencial por lo que llegó a representar durante más de tres décadas en el olimpo hollywoodiense, al amparo, insisto, de la Metro Goldwyn Mayer, junto a intérpretes como Richard Burton, Clark Gable, Anthony Quinn, John Forsythe, Kirk Douglas, Robert Taylor, John Gavin, Clifton Webb, Dean Martin, Spencer Tracy y otros ilustres representantes de aquel legendario estudio sobre el que, para bien o para mal, recayó el enorme reto de aglutinar en su abultada nómina a “más estrellas que en el cielo”.

Ciertamente, la suya, como la que también exhibió unos años antes en el mismo certamen la gran Bette Davis al recoger el mismo galardón, no era la imagen fulminante y turbadora que presentaba en películas del calado dramático de El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1946), de Tay Garnett, inspirada en la magistral novela homónima de James M. Cain, junto al eminente John Garfield; Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 1948), de George Sidney, en la que encarnaba, con endemoniada habilidad, a la pérfida y seductora Milady De Winter.

La reputada actriz Georgia Lorrison de Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful,1953), de Vincente Minnelli, en compañía de un formidable Kirk Douglas interpretando a Jonathan Shields, el productor de cine particularmente manipulador y despótico que recurre a algunos de sus maltratados colaboradores para rehacer su maltrecha carrera; con la conmovedora e intensa Holly Parker, convertida en circunstancial asesina por salvar a su hijo, logra componer el papel más importante de su vida metiéndose en la piel de una madre desolada por la ausencia de su entorno familiar en el absorbente melodrama La mujer X (Madame X, 1966), de David Lowell Rich; Vidas borrascosas (Peyton Place, 1957), de Mark Robson, demoledora diatriba social que ocasionó no pocos desconciertos en la conservadora sociedad hollywoodiense de los cincuenta o Mil caras tiene el amor (Love Has Many Faces, 1965), un turbio melodrama, dirigido por Alexander Singer junto a Clift Robertson y Hugh O’Brien, dos actores de desigual trayectoria que, gracias a la energía presencial de la actriz lograron, sin la menor duda, sus mejores trabajos en un filme virtualmente triturado por la apisonadora de la crítica estadounidense.

Tenía en aquel entonces 75 años, una larga carrera artística teñida de escándalos sentimentales (tuvo siete tumultuosos matrimonios y una incontable cantidad de amantes de toda laya), un cuerpo menudo, antaño muy deseable, y la certeza de que en un plazo no superior a un año el cáncer que devoraba su garganta acabaría irremediablemente con su vida, como así fue pues moriría apenas seis meses después de aquel tardío tributo en el certamen donostiarra.

Rebautizada por la crítica estadounidense como “la chica del suéter” por su invariable costumbre de vestirse con esa pequeña prenda fuera y dentro de los platós, la Turner reinó con más poderío que ninguna de sus colegas de su tiempo en los procelosos dominios del melodrama, aupada por cineastas del prestigio de William Wellman, Victor Fleming, Tay Garnett, Mervyn LeRoy, George Sidney, Vincente Minnelli, Richard Brooks, Jack Arnold, Daniel Mann, David Miller, Curtis Bernhart, John Farrow, John Sturges, George Cukor, Jack Conway, Archie Mayo, Roy del Ruth o Lewis Allen, Jean Negulescu, Douglas Sirk o S. Sylvan Simon.

Los desvelos de muchos de estos directores por convertirla en una gran actriz, que lo fue, aunque a su manera, fueron casi siempre estériles, a pesar de tratarse de todo un mito sexual virtualmente idolatrado por legiones de admiradores y admiradoras y tener en sus manos la oportunidad de demostrar que el suyo era un talento, eso sí, fuera de toda norma, un talento muy alejado de los estereotipos marcados por una moda en la que proliferaban estrellas dotadas de otro talle corporal, más en consonancia con la exuberancia de las tendencias impuestas por los años de la posguerra, como las Ava Gardner, las Joan Crawford, las Barbara Stanwick, las Jayne Mansfield, las Marilyn Monroe, las Rosalind Russell, las Kim Novak, las Myrna Loy o las Vivien Leight.

Ella en cambio logró superar sus “limitaciones” en este sentido creando su propio estilo, introduciendo el uso del short y el bolero (chaquetilla corta) en la moda femenina y mostrando al mundo su innata capacidad para interpretar personajes de naturaleza muy diversa. Su frenética actividad ante las cámaras tampoco le impidió prodigarse en exceso en el mundo de los night clubs de Los Ángeles, aumentando exponencialmente la larguísima nómina de inquilinos que ocuparon su corazón desde muy temprana edad.

A pesar de todo, en 1959, y sumida en plena decadencia profesional, el productor Ross Hunter le ofreció el papel de protagonista de una nueva versión de Imitación a la vida (Imitation of Life), que en los años treinta había interpretado Claude Colbert, bajo la batuta de John M. Stahl. Espléndidamente dirigido por el maestro germano estadounidense Douglas Sirk, el filme, coprotagonizado por John Gavin, Sandra Dee y Juanita Moore, se convirtió, paradójicamente, en uno de los mayores éxitos de Lana Turner, asegurando no solo la supervivencia de su renqueante carrera, sino su propio futuro económico, ya que su contrato incluía porcentajes sobre los beneficios, que fueron muy cuantiosos. Todos los observadores de su trayectoria artística compartieron, pues, la misma conclusión: que, de haber conducido su carrera por los derroteros en los que la inició Hunter en ésta y en otras producciones de enorme calado, como Retrato en negro (Portrait in Black, 1960), de Michael Gordon, La mujer X (Madame X) o el thriller de coproducción mexicano norteamericana El terrón de azúcar (The Big Cube, 1969), de Tito Davison, su posición en el tablero artístico de Hollywood hubiera alcanzado muchos más enteros. Sin embargo, el mito de Lana Turner ha quedado absolutamente intacto con el paso del tiempo, sin quiebra alguna, como suprema representante del eterno femenino y de la voluntad de convertir su vida gris y anodina en los oscuros suburbios de su Wallace natal en un vida excepcionalmente rutilante. Pues bien, como particular tributo a su figura este comentarista volverá a revisar esta misma noche, por enésima vez, Imitación a la vida, su mejor trabajo y, sin duda, uno de los melodramas de corte social más bellos y conmovedores de la historia del cine.