Cuando Roberto Rossellini decidió abandonar su actividad cinematográfica en 1965 para proseguir su carrera en el ámbito televisivo se despedía con una sentencia que resumiría las diversas razones que le habían conducido a tomar tan drástica decisión: "El cine ha muerto". La frase, que para un cineasta de su coherencia moral y de su rigor tenía todo el sentido del mundo, cayó sin embargo como una pesada losa sobre las espaldas de sus millares de admiradores que no compartieron nunca su precipitado diagnóstico.

Naturalmente, ni el cine ha muerto ni la ausencia del director de los platós de Cinecittà nos causó el menor trauma, pues su discurso autoral no solo no perdió fuelle, sino que encontró en la pequeña pantalla el instrumento óptimo para difundir sus conocidas teorías acerca del valor didáctico de la imagen, cuando quienes pretenden usarla sin cortapisa alguna han de enfrentarse directamente a la tiranía de los mercados. Pero en lo que no acertó Rossellini al arrojar su famosa sentencia sobre la defunción del cine fue en profetizar un final que ni ha llegado ni se le espera.

Pese al clamor de los apocalípticos ante los "imparables desvaríos de la modernidad", como calificó el crítico titular de una de las cabeceras más prestigiosas del país, estamos asistiendo a un momento de importancia crucial para el porvenir inmediato de las artes audiovisuales. Un momento fuertemente subordinado al creciente protagonismo que están ejerciendo en todos los frentes las nuevas tecnologías y al consiguiente cambio de paradigma que este ha generado entre legiones de cineastas enganchados al nuevo zeitgeist que se ha instalado en el seno de la industria tras la paulatina disminución de sus prioridades temáticas y comerciales más estereotipadas y su aproximación a un público más diverso, es decir, consolidando la normalización de todas sus funciones, no solo como generador de productos industriales sino como una valiosa herramienta para la exploración a fondo de la compleja realidad cultural que nos envuelve.

Por eso, yerran estrepitosamente quienes continúan enarbolando la bandera del clasicismo como la única referencia fiable para orientar cabalmente nuestras posiciones críticas ante una pantalla al considerar el gran cine del pasado como el único espejo en el que debiéramos fijar nuestra mirada para no precipitarnos a la hora de emitir nuestros juicios. El cine que hoy se produce a través de compañías independientes, con medios escasos aunque con la garantía absoluta de quienes se saben libres para expresar abiertamente sus ideas sin que la sombra ominosa de un productor a la vieja usanza se inmiscuya en ningún momento en el proceso creativo de su obra.

Las profundas huellas que han dejado en el imaginario colectivo del siglo XX películas de la magnitud estética de, pongamos por caso, Rebelde sin causa ( Rebel without a Cause, 1955), de Nicholas Ray; De repente el último verano ( Suddenly, Last Summer, 1960), de Joseph L. Mankiewicz; Pánico en las calles ( Panic in the Streets, 1950), de Elia Kazan; Alemania, año cero ( Germania, anno zero, 1948), de Roberto Rossellini; Centauros del desierto ( The Searches, 1956), de John Ford; Iván el terrible ( Ivan Grozni, 1944), de Sergei M. Eisenstein; Primavera tardía (Banshun, 1949), de Yasujirô Ozu; El mundo de Apu (Apur Sansar, 1959), de Satvajit Ray; El sirviente ( The Servant, 1963), de Joseph Losey; La heredera ( The Heires, 1949), de William Wyler, El tercer hombre ( The Third Man, 1949), de Carol Reed, o París, bajos fondos ( Casque d'or, 1952), de Jackes Becker, son indubitables. Pero no por ello han de convertirse en las guías exclusivas que nos encaminen hacia el arte del futuro.

¿No es cierto que producciones tan abiertamente alejadas de cualquier noción de lo que puede ser un clásico como Her ( Her, 2013), de Spike Jonze; Drive ( Drive, 2011), de Nicolas Winding Refn; Roma (Roma, 2018), de Alfonso Cuarón; El caballo de Turín ( A torinói Ló, 2011), de Bella Tarr; Mulholland Drive ( Mulholland Drive, 2001) de David Lynch; El Gran Hotel Budapest ( The Grand Budapest Hotel, 2014), de Wes Anderson, o Holy Motors ( Holy Motors, 2012), de Leos Carax, quintaesencia de los valores que solemos asociar al entorno de la postmodernidad, también han pasado a integrar nuestro catálogo de preferencias cinematográficas con la misma categoría que nos merecen -y nos seguirán mereciendo, sin duda alguna- los viejos filmes anteriormente citados?

"No es fácil, apunta el reputado crítico estadounidense Jonathan Rosenbaum en el excelente ensayo colectivo Mutaciones del cine contemporáneo (Errata Naturae, 2010), toparse con la melancólica convicción de que ya se han realizado todos los descubrimientos importantes en la historia del cine. Francamente, esta creencia siempre me ha parecido presuntuosa y un tanto arrogante; sugiere una cierta capitulación frente a las prácticas habituales de marketing que pretenden que todos los productos que merece la pena consumir son ya conocidos, teóricamente accesibles, si no disponibles".

"Este rasgo, matiza, es particularmente pronunciado en Estados Unidos, donde la mayoría de editores de libros y revistas cree que los lectores no deben encontrarse con demasiadas referencias a películas que no conozcan y/o que sean difíciles de encontrar. Así que un encanto especial que ostenta el estudio de una figura, por ejemplo, como la del cineasta y guionista nipón Yasuzo Masumura es que la posibilidad de dar a conocer su obra en Occidente sería prácticamente nula: una filmografía de casi sesenta películas, ninguna de las cuales entró nunca en los circuitos de distribución occidentales".

Legitimidad

Pues bien, superados casi en su totalidad los prejuicios históricos que definían en otros tiempos al cine como un mero espectáculo de barraca de feria y al que se le negaba por tanto su naturaleza artística de forma particularmente pertinaz, la cultura oficial acabó, con el paso de los años, consolidando tal condición no sin antes atravesar sonadas controversias acerca de la "legitimidad" del nuevo invento en el concurso de las artes tradicionales y sobre las posibles analogías con otros lenguajes del ámbito narrativo, como el literario.

Algo, por otra parte, muy difícil de asumir en un clima social que ha estado presidido, durante siglos, por el culto reverencial al teatro y a la literatura como escenarios supremos para la representación fiel de la complejidad de valores y contradicciones que integran la condición humana. Y aunque ya ganada, esta batalla de legitimidades continúa de alguna manera presente en la manifiesta actitud de desdén con el que se observa, desde ciertos sectores de la cultura highbrow, el papel que desempeña la imagen cinética en el escenario cultural del siglo XXI y en las continuas mutaciones que, por mor de su influencia, sigue experimentando el arte contemporáneo en su conjunto.

De ahí que estemos asistiendo, desde las primeras décadas del pasado siglo, a una ceremonia inagotable de reafirmación de un medio de expresión que ha influido poderosamente en nuestras vidas a través de la presencia omnímoda de la imagen fílmica en cada rincón de nuestra existencia, condicionando, para bien o para mal, según la disposición crítica que tenga cada espectador a la hora de establecer sus propios criterios de valoración, la legitimidad de nuestras propias opiniones.

Así pues, un repaso a las diversas edades que entretejen la historia del cine representa el mejor ejercicio intelectual para establecer cierta suerte de planificación cartográfica que nos permita indagar a fondo en los intersticios por donde se han filtrado, desde la noche de los tiempos, las referencias ideológicas, políticas, sociales, científicas, religiosas, tecnológicas, filosóficas y estéticas que han propiciado la evolución en todas direcciones de este arte de masas al que Ricciotto Canudo (Bari, 1877/Paris, 1923), pionero de las teorías cinematográficas y destacado representante del movimiento futurista que inundó Italia durante los locos años veinte, lo bautizó como el séptimo en su mítico ensayo Manifiesto de las siete artes (París, 1914).

De ahí que, a tenor de semejantes evidencias, no exista una sola razón de peso que nos permita dudar lo más mínimo sobre la continuidad de este fenómeno durante los próximos decenios pues nada ni nadie podrá paralizar el avance que, siempre al compás de los tiempos, seguirá experimentando el séptimo arte mientras no se produzca ningún cataclismo de carácter político, como el que sufrimos los españoles durante la larga noche de la dictadura o como cualquier otro de los múltiples conflictos que engendraron en Europa los enemigos eternos de la libertad y la paz. Entonces sí que intentaron matar al cine.