Gonzalo Suárez salda cuentos con su memoria. Y se queda con los fragmentos que mejor ilustran sus pasiones, prisiones y pulsiones. Todo rima con ficciones. Irreal como la vida misma, La musa intrusa (Random House) propone un viaje fantástico a los géneros que explican sus ocho décadas de existencia: comedia, drama, terror, ciencia ficción, wéstern e incluso el musical (su prosa es de las que tintinean). Impresionante reparto, desde el mítico cineasta Sam Peckinpah hasta el legendario entrenador Helenio Herrera. Y, claro, oscuridad como levadura del teatro humano con una pequeña novela a modo de epílogo imprudente que sienta jurisprudencia sobre Hamlet. Oigan, nació en Oviedo durante la revolución de 1934. Palabras como dinamita.

Un niño por un tobogán. "Mañana cumpliré 67 años y, de repente, hoy cumplo 84. Hace sol en la playa y tormenta en la montaña. Pongo el reloj a las 5.20. Retumba el trueno. Las hojas se mecen bajo la lluvia. Apago las luces y cierro los ojos. Somos un rumor que surca la memoria. Cuando voy y vuelvo, ¿dónde queda el camino? Acostúmbrate a morir en cada instante, me digo, puesto que cada instante mata, y deslízate por el tiempo como un niño por un tobogán. O deja que las huellas precedan a los pasos y la palabra al pensamiento".

Ley de vida. "Según el Tao, el máximo conocimiento al que se puede aspirar es a la intuición de algo inmenso y confuso, oscuridad de oscuridades y puerta de todos los misterios, donde se funden y confunden, sin límite ni discernimiento, todas las distinciones y denominaciones posibles, del ser y la nada, las conjeturas de Hawking sobre fusión, agujeros negros y su horizonte de sucesos".

Papá en bici... "...Somos el azaroso resultado de una carrera de espermatozoos. Hay creencias que no requieren fe. Y hay recuerdos que ni siquiera nos pertenecen. Basta una pluma y un tintero para recomponer un remoto acontecer y conferirle vida. Veo, por ejemplo, a mi padre aprendiendo a montar en bicicleta. Un 25 de noviembre de 1916, según lo consignó en su agenda el día en que cumplía 18 años, cuando todavía trabajaba en Correos. Antes de ejercer como catedrático de francés. La bicicleta no era suya".

Peckinpah desenfunda. "Aoom acababa de obtener en el Festival de San Sebastián el más sonoro de los fracasos. La película ni siquiera llegaría a estrenarse y todo parecía anunciar el final de mis veleidades cinematográficas. Ya estábamos haciendo las maletas, cuando el director Sam Peckinpah, que acababa de presentar La balada de Cable Hogue y al que admirábamos desde Duelo en la Alta Sierra, me envió a su secretaria para decirme que quería ver Aoom. La vio y se vino con nosotros. Fueron quince días exaltantes. Nos bebimos el paisaje de Llanes, sus playas, sus montañas y el mar. Intercambiamos quiméricos proyectos que, en parte, llegarían a realizarse. Además, Susan, la joven que hacía las veces de intérprete y secretaria, nos leyó el guion de Perros de paja en el salón del hotel Don Paco mientras, en la habitación de arriba, se oían los pasos del ir y venir de un Sam Peckinpah expectante".

Comidas marcianas. "Ray Bradbury me invitó a comer. Tenía el aspecto de un James Bond de vacaciones que esperara verse inmerso en alguna de esas misiones en las que, en lugar de poner el dedo en el gatillo de una Walter PPK, ponía el dedo en el teclado de una máquina de escribir. Al respecto, me contó que había escrito Crónicas marcianas introduciendo un dólar por hora en una máquina instalada en los sótanos de la UCLA que él equiparaba a la madriguera del conejo donde Alicia se precipita en un agujero del universo. Teletransportada por los pies, como diría mi nieto".

Malditas felicitaciones. "Hoy, 9 de enero de 2016, ha muerto el modisto André Courràges. En mi agenda, le corresponde un 3597217 0 un 7207044 de París. El párkinson tardó veintitantos años en acabar con él. La misma enfermedad que, en sus últimos días, padeció mi padre. También su amigo el profesor Miguel Kreisler. Pero Kreisler no murió a consecuencia del párkinson, sino apuñalado en la calle por un loco. Eso sucedió el 28 de diciembre de 1959. Mi padre y mi hermano Carlos estaban pasando las Navidades con nosotros en Barcelona. Papá, que había trabajado de bibliotecario con Kreisler en el Instituto Francés de Madrid, se enteró del asesinato por los periódicos el mismo día en que recibía la felicitación navideña de su amigo. Desde entonces, odio las felicitaciones de Navidad, aunque no pueda dejar de barajar en la memoria las que puntualmente recibía de Courràges casi siempre ilustradas con un dibujo o acompañadas de una reflexión filosófica o de una cita poética".

Los zapatos de Helenio. "Cuando mi madre vivía con Helenio (Herrera) solía calzar los zapatos que él desechaba. Me estaban grandes y la puntera se alzaba al cielo mientras la horma sopesaba cada pisada en el suelo. Aquellos zapatos tan pronto me conferían majestuoso aplomo como andares de payaso fuera de la pista".

Gol, Claudio. "Me gustaría suponer que, en cierta manera, los partidos que el poeta Claudio Rodríguez y yo jugábamos sobre la mesa del comedor del piso de la calle Ibiza prefiguraban los informes técnicos que, a mediados de los sesenta, yo haría en Italia para aquel memorable Inter de Milán de Helenio Herrera. En los años cincuenta, no dejaba de ser sintomático que Claudio me comparara con Rimbaud, cuando Rimbaud era él, o que yo me identificara con el príncipe Myshkin de Dostoievski o que Helenio Herrera fuera -o quisiera ser- como el Kirk Douglas de las películas americanas, o que mi madre siguiera los consejos de estilo y belleza de Anita Colby y que mi padre, a mis ojos, se pareciera al Henry Fonda de El sargento inmortal".

Bella, Hélêne. "La terraza es un platillo volante que se ha posado sobre la ciudad. Hélêne se asoma y la contempla. Yo la contemplo a ella. La luz y la brisa realzan su belleza. Anne-Hélêne Sylvia y Gonzo se bañan y juegan en una piscina de plástico. Elsa nacerá un año después. Los oigo y los veo. El instante reflectado por el cristal de la ventana regresa del pasado. Cuelgo. Pero, cuarenta y tantos años después, las risas de los niños siguen salpicando el recuerdo".

Aquella mirada. "Antes de despedirnos en el portal, a la vuelta de uno de esos paseos en los que lo acompañaba cuando el párkinson casi le impedía andar, mi padre me había dirigido una mirada que nunca olvidaré. La mirada seguía allí. Donde yo lo había dejado al volver del paseo años atrás. Era una mirada que me abarcaba entero (...) La mirada de mi padre, desde aquel portal y en aquel instante, era una mirada de amor y comprensión tan serena, lúcida y acuciante que desafiaba el paso de los años. Allí estaba. Allí seguía estando". Una mirada de amor.