Cuando hablamos de ondas de radio, la idea que seguramente nos viene a la cabeza es la de esos aparatos con un dial y una antena que nos han permitido retransmitir mensajes, música o incluso partidos de fútbol desde hace más de cien años. Sin embargo, con la llegada de la televisión, y posteriormente internet, es normal pensar que las ondas de radio son algo del pasado. Nada más lejos de la realidad: la comunicación con satélites, el omnipresente Wi-Fi o incluso el 4G de nuestros smartphones, todos se basan en el empleo de ondas de radio. El hecho de que tradicionalmente se haya asociado las ondas de radio con la propia "radio" ha sido en ciertas ocasiones motivo de confusión, pues parece sugerir que las ondas de radio son ondas sonoras (para muestra, la famosa película Contact). Pero no es así: cuando hablamos de ondas de radio nos referimos a la región menos energética del espectro de la luz, con frecuencias por debajo del terahercio. Por otro lado, la radio, la televisión, los móviles o los ordenadores... Todos ellos son dispositivos que nos permiten convertir la información contenida en las ondas de radio en un formato que los humanos podamos entender y asimilar, ya sea música, imagen, texto o vídeo. El motivo de que sigamos usándolas incluso hoy día es que permiten comunicarnos a grandes distancias sin superar niveles de radiación que pudieran ser perjudiciales para los humanos.

Sin embargo, la emisión de ondas de radio no es algo exclusivamente humano: el Universo también tiene algo que decir. De hecho, hay ciertos objetos que solo podemos ver cuando observamos en este particular rango de longitudes de onda (por ejemplo, los púlsares de los que os hablaba en un artículo anterior). Entre ellos, hoy quiero hablaros de uno de los más intrigantes: las ráfagas rápidas de radio (Fast Radio Bursts en inglés), destellos muy energéticos que duran apenas unas milésimas de segundo. Como suele ser habitual en ciencia, la primera detección de semejante evento (hace ya quince años) se enfrentó al escepticismo de la comunidad científica, incluida la de sus propios descubridores, Duncan Lorimer y David Narkevic. Y aunque la detección tenía características compatibles con las esperadas para un evento real, no era posible descartar por completo la posibilidad de que se tratase de un problema de diseño en alguno de los componentes del observatorio o de la reducción de los datos (el proceso que permite corregir las observaciones de efectos conocidos y hacerlas inteligibles para los humanos). Especialmente porque, tras detectarse este destello, no volvieron a encontrar más; ni en la misma zona del cielo, ni en ningún otro lugar. Así pues, estos enigmáticos objetos fueron poco a poco relegados al olvido, hasta que seis años después un equipo liderado por la Universidad de Manchester (D. Thornton y colaboradores) publicó un nuevo descubrimiento: cuatro nuevos eventos similares al destello de 2007, procedentes de distintas zonas del cielo y desde muy grandes distancias, más allá de los límites de nuestra propia Galaxia. Este descubrimiento fue revolucionario, pues ser capaces de detectar emisiones de radio a tales distancias requiere que la fuente emisora sea extremadamente potente. Sin embargo, el hecho de que todos los eventos hasta la fecha (incluyendo el original) se hubiesen detectado desde el mismo observatorio (Parkes, Australia) seguía levantando suspicacias en la comunidad. Así fue hasta que, un año después, otra ráfaga rápida de radio fue detectada en otro observatorio independiente: Arecibo (Puerto Rico), un radio telescopio que lamentablemente tuvo que dejar de operar a finales de 2020 por problemas estructurales tras sesenta años de fiel servicio.

Desde entonces, nuevos destellos han sido localizados en todo el mundo, usando diferentes telescopios, instrumentos y por parte de distintos equipos de investigación. En particular, con la construcción de CHIME, un nuevo radiotelescopio en suelo canadiense, el número de ráfagas rápidas de radio conocidas ha explotado hasta llegar a los 800 eventos. Gracias a ellos hemos podido pasar de confirmar la existencia de estas señales a descubrir dónde se producen e intentar entender sus propiedades. Su origen exacto es aún un tema candente en la comunidad científica: asteroides orbitando estrellas de neutrones, núcleos activos galácticos o supernovas; más de cincuenta teorías distintas se han propuesto en los últimos años. La interpretación más aceptada actualmente sugiere que se producen en estrellas de neutrones jóvenes, conocidas como magnetares, gracias a sus campos magnéticos extremos, pero aún se necesitan más estudios para confirmar definitivamente esta posibilidad. De ello se encargarán las nuevas generaciones de observatorios e instrumentos, tales como el radiotelescopio FAST (en China), que posee el mayor plato continuo jamás construido. Con medio kilómetro de diámetro, tuvo que construirse en una cuenca natural, aprovechando la orografía existente. Este y otros potentes radiotelescopios nos permitirán seguir descubriendo los secretos que el Universo tiene aún guardados para nosotros.

Daniel Mata. ED

Daniel Mata Sánchez nació y creció en la ciudad de Salamanca, donde se licenció en Ciencias Físicas por la Universidad de Salamanca. Posteriormente, se trasladó a Tenerife, donde completó su formación con un Máster en Astrofísica en la Universidad de La Laguna y finalmente un Doctorado en colaboración con el Instituto de Astrofísica de Canarias. Tras esta etapa de formación, trabajó como investigador postdoctoral en Utrecht (Holanda) y más tarde en Manchester (Reino Unido) durante más de tres años. Recientemente ha regresado al Instituto de Astrofísica de Canarias, donde continúa su actividad investigadora centrada en el estudio de agujeros negros y estrellas de neutrones en sistemas binarios

*Sección coordinada por Adriana de Lorenzo-Cáceres Rodríguez