En 1835, el filósofo francés Auguste Comte dijo, refiriéndose a las estrellas: "no seremos capaces en absoluto de determinar su composición química o su densidad y cualquier noción sobre la verdadera temperatura nos ha sido negada para siempre".

Comte asumía que la determinación de estas propiedades requería obtener muestras físicas de las estrellas lo que, obviamente, es una tarea bastante difícil. Hoy, sin embargo, conocemos la composición de un gran número de estrellas de nuestra Galaxia con bastante precisión. ¿Cómo hemos podido saber de qué están hechas las estrellas sin obtener muestras de ellas?

Para averiguarlo vamos a viajar al pasado, a la Norteamérica de los felices años veinte. En las calles se escucha jazz y se baila tango y charlestón. Familias de clase media compran electrodomésticos gracias a la recién instaurada venta a plazos y las mujeres fuman y llevan el pelo a la garçon. Los astrónomos, ajenos a todo esto, debaten acerca del tamaño del Universo y averiguan, finalmente, por qué brillan las estrellas. Al final de una década que, sin duda, fue feliz para la ciencia, sabremos que el Universo es mucho más grande de lo que habíamos imaginado, que existen muchas galaxias como la nuestra y que se están alejando de nosotros porque el Universo se está expandiendo. Por otro lado, habremos generado una sólida teoría estelar que nos permitirá calcular la temperatura y composición química de las estrellas. Esto último, gracias a una joven y brillante astrónoma británica: Cecilia Payne.

Muy poca gente conoce este nombre a pesar de que esta astrónoma no solo revolucionó nuestro conocimiento de las estrellas, sino que también abrió un camino para las mujeres en el mundo de la Física y la Astronomía. Payne cursó sus estudios de Física en la británica Universidad de Cambridge, aunque no obtuvo ningún título, ya que estos no eran dados a mujeres. Buscando un sitio mejor donde desarrollar su carrera, se trasladó a la Universidad de Harvard, en Massachusetts, donde comenzó su tesis doctoral en el estudio de las atmósferas estelares.

¿Qué se sabía acerca de la composición de las estrellas por aquel entonces? Ya en 1666, Isaac Newton mostró que cuando se hace pasar un haz de luz natural a través de un prisma, este se descompone en los diferente colores del arcoíris o, lo que es lo mismo, en sus diferentes frecuencias. Las frecuencias más altas se corresponden con los colores más azules y las más bajas con los rojos. Esta descomposición es lo que hoy en día llamamos un espectro. En 1802, el químico británico William Wollaston observó que en el espectro del Sol aparecían ciertas bandas oscuras, como si faltase luz a determinadas frecuencias y, años más tarde, se descubrió que estas eran debidas a la presencia de elementos químicos. Como cada elemento absorbe la luz únicamente a ciertas frecuencias, se pensó que midiendo la posición de las bandas en el Sol podríamos determinar de qué estaba hecho. Estas medidas mostraron que las absorciones más prominentes se correspondían con los elementos químicos más abundantes en la superficie de la Tierra, por lo que se instauró la creencia de que el Sol y la Tierra estaban hechos del mismo material.

Sin embargo, cuando Payne comenzó su tesis doctoral, leyó un artículo que permitía calcular el número de electrones que los elementos químicos habían perdido sabiendo la temperatura y la presión. Algunos elementos químicos pierden electrones más fácilmente que otros y la posición y prominencia de las bandas oscuras varía dependiendo de ello, por lo que Payne, al leer este trabajo, supo enseguida que había que volver a calcular las abundancias químicas en el Sol y en el resto de las estrellas. Desarrolló un nuevo método y encontró algo inesperado: las estrellas están formadas, fundamentalmente, por hidrógeno (75%) y helio (24%). En la superficie terrestre estos dos elementos no llegan a sumar un 1% de la masa total. El resultado era tan sorprendente que uno de los grandes astrónomos de la época, Henry Russell, la convenció para retirar el resultado de la tesis. A pesar de ello, Payne se convirtió en la primera mujer en obtener un doctorado de astronomía en Harvard y, unos años más tardes, en la primera catedrática de esta Universidad.

Hoy en día seguimos usando estos métodos para medir las abundancias químicas en estrellas de todas las edades, lo que nos da una información extremadamente útil para reconstruir la vida de las galaxias.

Pocos años después, Henry Russell defendió públicamente la contribución de Payne. Irónicamente, tres años antes de su muerte Payne fue reconocida con un prestigioso premio otorgado por la Sociedad Americana de Astronomía en reconocimiento a una vida de excelencia en investigación: el premio Norris Russell.

* es una astrofísica madrileña estrechamente ligada a la investigación desarrollada en el Instituto de Astrofísica de Canarias, donde conserva colaboradores cercanos. Ha trabajado en varios centros de investigación internacionales, incluidos el Centro de Supercomputación de la Universidad de Swinburne, Australia; la Escuela Politécnica Federal de Laussane, Suiza; la Universidad de Central Lancashire, Reino Unido; el Instituto de Astrofísica de Canarias; la Universidad Pontificia Católica de Santiago de Chile y la Universidad Autónoma de Madrid. En la actualidad es Profesora de la Universidad Complutense de Madrid.

Sección coordinada por Adriana de Lorenzo-Cáceres Rodríguez