Sin horizonte y apenas perspectiva en estos días demasiado largos para tan corta esperanza, es un placer leer a Pla como una gran evasión. Pocos como él describen las estaciones. Lo hace de la forma en que no cuesta sentirlas desde la distancia. La primavera, por ejemplo, pasaría más desapercibida que otras veces si no fuera por él cuando la evoca desde la noche estrellada en el momento justo en que las luces blancas y parpadeantes se encienden sobre el mar. No es difícil entonces pensar en las traíñas y las sardinas, que en grandes aglomeraciones entran por el Estrecho y van subiendo litoral arriba. Luego, en otoño, volverán a bajar para dirigirse a aguas más caliente del trópico, culminando el movimiento migratorio de un pez que vive intermitentemente entre los fondos del bentos y la superficie del plancton para más tarde convertirse en uno de los pescados más sabrosos que existen. En una especie de bendición.

Como soñar es gratis, pienso en un placer sencillo que en estos momentos podría parecer inalcanzable desde la nebulosa del encierro: una sardinada de verano. Siendo la sardina un pescado de aguas relativamente cálidas, el verano es en el Norte su tiempo de celebración gastronómica. Avanzada la temporada su carne, de elevado rendimiento nutritivo, adquiere relevancia. Al subir la temperatura del agua, aumenta también el plancton del que se alimentan las sardinas que gozan de muy buen apetito. Sobrealimentadas y con suficiente grasa, su sabor mejora considerablemente. El engorde, a veces de forma natural, otras forzado, de peces, aves y otras piezas resulta milagroso.

Pla decía que los pescados son, por su incontinencia glotona, seres de escasa educación a la hora de comer. Tienen una voracidad indescriptible, no viven para otra cosa. Si no estuvieran tan obsesionados por la comida no caerían con tanta facilidad en las trampas, pero los fondos marinos no ayudan a mantener la dieta, son una despensa bien surtida e inacabable. Yo tampoco me reprimo delante de una sardina. La que pringa el pan es un manjar.

Tres clases de sardinas

Por su tamaño y figura más o menos estilizado se conoce a las tres clases de sardinas ibéricas, empezando de grandes a pequeñas por la xouba o parrocha, la gallega y finalmente la portuguesa, la más apreciada de todas para asar: llegan a medir hasta veinte centímetros. Luego están las sardinetas del Mediterráneo, que con sus entre diez y quince centímetros tienen un tamaño ideal para filetear y comerlas marinadas. Las mariquillas, de entre seis y doce centímetros, son las que los andaluces utilizan para el popular espeto de los chiringuitos playeros.

Las últimas pedaladas gastronómicas de Josep Pla transcurrieron en el Hotel Empordà, de Figueras (Gerona), donde Pla tuvo habitación y mesa reservada y que su amigo Josep Mercader convirtió en santuario de la "cuina" catalana. De las últimas veces que estuve en el Motel, todavía recuerdo que circulaba por las mesas un librito con fragmentos de los Escritos Ampurdaneses dedicado a honrar la memoria del escritor de Llofriu y a dejar constancia de las relaciones entre Pla y el restaurante, que desde 1979, en que murió Mercader a los 52 años, lleva su yerno, Jaume Subirós.

La modernización catalana

La cocina catalana le debe su modernización a Mercader, el hombre que marcó el camino integrador entre los platos de tradición familiar y la gran mesa. Suyas son creaciones sencillas y extraordinarias, como la sopa de tomillo, las habitas a la menta, los nabos con roquefort o la oreja de cerdo confitada con patatas salteadas, que a fuerza de ser imitados muchos creen que provienen de la tradición culinaria regional, cuando la realidad es que forman parte del legado indiscutible de una sola persona. El bacalao al estilo de Josep Mercader que el Motel suele incluir en la carta es una de las mejores preparaciones que conozco: asado al grill de carbón y con una muselina de ajo. Sencillo, sublime. Las habas de mayo, por su parte, son como su mismo nombre indica un producto de temporada corta. En Cataluña se cocinaban históricamente con las butifarras que habían perdido la ternura y madurado. De esa forma se fusionaba el embutido de las matanzas del invierno con las hortalizas de la primavera y los brotes de menta.

La amistad entre Mercader y Pla está ampliamente justificada. Ambos tenían un concepto minimalista de las cosas, eran agudos observadores y defensores de la sencillez, hasta el punto de reflejarlo en sus obras. No sobra una palabra en las descripciones secas y precisas del escritor. El cocinero, su amigo, no estaba dispuesto a desperdiciar lo que le parecía aprovechable en los alimentos. De las anchoas, sacó partido hasta de las espinas, pero no para intentar suplantar la sabrosa carne del bocarte, sino para freírlas simplemente rebozadas en harina y leche y hacer de un desecho un estupendo aperitivo.

Una de las conversaciones que más enredaba a Pla y a Mercader tenía que ver con los pollos y las decepciones que se sufren por no comer los que realmente resultan comestibles. Los ampurdaneses le han hecho un monumento al pollo de masía, el gratapaller. Para festejarlo inventaron un plato de la mar y del campo, que es el pollastre amb escamarlans, es decir, con cigalitas, que compite con el suquet de pescados de roca en las preferencias locales. Un guiso como es debido de gratapaller, con cigalitas o sin ellas, requiere paciencia. En realidad, todo guiso que se precie está fundado en esa virtud. Cocción extremadamente lenta, horas de fuego y atenciones diversas. Tenemos tiempo.