En los momentos más amargos, por el hambre, la desesperación o los ataques de los insurgentes filipinos en el pueblo Baler, al norte de la isla de Luzón, el tinerfeño José Hernández Arocha no se olvidó de su tierra y se arrancaba a cantar isas y folías para levantar el ánimo de sus compañeros. Formó parte del destacamento que defendió la soberanía de España en el archipiélago asiático, cuando ya el Gobierno había entregado el mismo. En estos días, durante el programa de celebración del Día de las Fuerzas Armadas, con motivo del 120 aniversario de la gesta de Los últimos de Filipinas, se reconoce a sus descendientes en varios actos. Así está previsto para esta tarde, tras el arriado de la bandera en la Avenida Marítima de Santa Cruz de Tenerife.

El investigador Alejandro Carracedo opina que José Hernández Arocha "en la actualidad sí es un gran héroe olvidado". Explica que, "en su momento, cuando volvió de Filipinas, se le hizo un gran homenaje e, incluso, una colecta para comprarle una casa". En varias ocasiones se le citó para dar ánimo a las tropas que partían a la guerra, como con el contingente de la 1ª Batería Expedicionaria de Montaña en septiembre de 1921. Carracedo señala que "tiene una plaza-rotonda en Taco, sin ninguna placa que indique quién fue ni qué hizo". Apunta que, "incluso, su tumba está perdida en uno de los patios de Santa Lastenia, sin una placa ni recuerdo de dónde yace este héroe".

Hace tres años, en mayo de 2016, la asociación de voluntarios Reservistas de Tenerife le hizo un reconocimiento a la única hija viva de Hernández Arocha, Manuela Hernández Melián. El tinerfeño de Los últimos de Filipinas tuvo 18 hijos de dos matrimonios.

En declaraciones al periodista Antonio Herrero en La Opinión de Tenerife, la octogenaria explicaba que su padre les contaba que con sus manos hizo el pozo del agua, en la que fue la casa del cura, junto a la iglesia de San Luis de Tolosa, desde donde decenas de soldados españoles resistieron 337 días los ataques de los insurgentes tagalos. Hernández era el ejemplo de habilidoso hombre de campo cuyos conocimientos ayudaron a sobrevivir a buena parte de sus compañeros. Con esa capacidad, también fabricó un horno para hacer pan con los ladrillos del piso de la iglesia y con tierra amasada. Las condiciones de vida no fueron nada fáciles en aquellos doce meses, entre junio de 1898 y junio de 1899. Manuela Hernández Melián relató que su progenitor les hablaba que tuvo que comer ratones blancos, culebras, gatos, perros, alimañas y aves. Y, al menos un par de veces, lograron capturar y comer carabao, una especie de búfalo.

En una ocasión, ante una sublevación de los soldados, salvó la vida del entonces jefe del destacamento, el teniente Martín Cerezo, quien siempre tuvo palabras de agradecimiento y reconocimiento para el soldado de tinerfeño, que tenía 22 años cuando ocurrieron los hechos.

Dos décadas después de regresar de Filipinas, el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife le concedió un empleo municipal de jardinero en la Plaza de Weyler, recuerda Carracedo. Hernández Arocha pertenecía a una familia humilde y se incorporó al servicio militar obligatorio en el reemplazo de 1895.

Cuando regresó de las islas asiáticas, el 26 de marzo de 1900 se casó con Juana González Díaz, con quien tuvo cinco hijos, de los que solo cuatro llegaron a adultos. En 1918 se quedó viudo y volvió a contraer matrimonio con Elena Melián Arrón, con la que procreó el resto de su descendencia.

Tuvo una vida tranquila, según Alejandro Carracedo, que apunta que, cuando murió, su familia tuvo que pedir ayuda a Capitanía para el entierro. Sin embargo, como ya no era militar, el Ejército remitió a sus seres queridos a la Beneficiencia. Por ahora, esta persona sigue siendo una gran desconocida en su Isla y su país, como otros muchos hombres de campo canarios que sirvieron a una bandera con orgullo, valor y lealtad.