Opinión | Retiro lo escrito

El caso Ravelo

Hasta el momento, no es que no se haya abierto ninguna investigación judicial sobre este sujeto: es que no existe una sola denuncia presentada en un juzgado ni el fiscal ha actuado de oficio

El cineasta Armando Ravelo.

El cineasta Armando Ravelo. / LP/DLP

No siento ninguna simpatía por Armando Ravelo. No me gustan sus películas. Me repugnan varios de los mensajes que se han hecho públicos dirigidos a chicas menores de edad. Procuro ser una persona razonable pero espero que se me disculpe: en ocasiones me siento tentado a creer que a un individuo que escribe eso a una niña no sería una pésima idea darle una paliza. Al menos entiendo perfectamente que un hermano, un padre o una madre quisieran pegársela. El juicio moral –y el profesional– ha sido unánime y confieso compartirlo. Un tiparraco, como él mismo ha admitido ser. Luego está esa disculpa imbécil de la adicción sexual y llegar a proclamar que se sometió (casi heroicamente) a tratamiento psiquiátrico para corregirlo. Esta ocurrencia, como admitir ser entrevistado y luego desconectar el teléfono, evidencian una personalidad confundida, gamberra, exasperada y muy asustadiza.

Pero no es irrelevante recordar que, hasta el momento, no es que no se haya abierto ninguna investigación judicial sobre este sujeto: es que no existe una sola denuncia presentada en un juzgado ni el fiscal ha actuado de oficio. Nada. No existe nada de eso, por lo que ni siquiera puede aplicársele la máxima según la cual cualquiera es inocente hasta que se demuestra lo contrario. Esta es una situación –por así decirlo– prejudicial. No puede atribuirse al director de cine ninguna actitud delictiva, pese a que se está haciendo. Y se está haciendo –a través de insinuaciones, de silenciosos entendidos, de paréntesis tramposos en un discurso entregado a la espectacularización del escándalo– porque nos viene bien a todos. A los que quieren denunciarlo pero no lo han hecho y tal vez nunca lo hagan, a los que lo detestan sin más, a los que este circo les vale para un me gusta. Porque esto no es un me too exactamente, sino un me gusta, con retuiteo incluido.

Consideremos el testimonio de una joven actriz en el programa Conecta Canarias hace un par de días. En ningún momento recordó una actitud de acoso sexual por parte de Ravelo. Lo acusó de maltratarla profesionalmente, de no darle un duro por su trabajo o sus derechos de imagen, de menospreciarla explícita y constantemente. Agregó que este comportamiento degradante se extendía a la mayor parte de las mujeres del equipo de rodaje. Sin duda intolerable, pero nada de eso tiene relación con un acoso sexual. Me llamó mucho la atención la alacridad con la que la actriz dijo que «no es que se haya ido, es que lo hemos echado». Se refería a que Ravelo ha anunciado –poco convincentemente– que abandonaba el cine para siempre. Es bastante asombroso que un monstruo de estas hechuras –que une supuestamente actitudes nauseabundas en lo sexual con abusos laborales flagrantes– haya actuado no solo con normalidad, sino incluso con un éxito profesional creciente. En todo caso, y aunque la atención social sobre este caso sea tan tentadora, la obligación del periodismo es enfriar la cabeza, atenerse minuciosamente a los hechos, los simples y puñeteros hechos, y recordar los derechos legales que asisten a las agredidas pero también al agresor. Cualquier cosa diferente no es periodismo, sino una sucesión insensata de clickbait, el nuevo amarillismo con tintes justicieros, la desinformación sensacionalista encantada siempre de haberse conocido porque actúa con una muy discutible –y finalmente muy sórdida– coartada moral.

Por último, he escuchado que algunas víctimas señalan que algunas víctimas (por así decirlo) admitían el maltrato o abuso sexual de Arvelo atemorizadas por su poder e influencia en la industria cinematográfica. No descarto que el director las asustase, porque un director, en efecto, es un pequeño dictador durante los rodajes. Pero Ravelo no es Hitchcock, no es Billy Wilder, no es John Ford, ni siquiera es José Luis Garci. Su capacidad de influencia en el cine español resulta, en fin, muy moderada, y no podía ni puede engrandecer o destruir a un actor o una actriz. En cambio a quien ha demolido es a sí mismo.

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