Opinión | A BABOR

La ministra y la heredera

Pedro Sánchez y Carles Puigdemont.

Pedro Sánchez y Carles Puigdemont.

La ministra Irene Montero, miembro del Gobierno de Pedro Sánchez, aprovechó ayer el juramento constitucional de la heredera Leonor para cargar contra la monarquía. A la ministra de Igualdad no le ha bastado como manifestación de su rechazo a la institución monárquica con ausentarse del acto solemne de acatamiento a la Constitución por parte de quien será futura jefa del Estado, también ha querido dejar patente en sus redes sociales que considera la monarquía incompatible con la democracia y con el feminismo. Con la democracia, porque mientras esta se basa en la idea de la igualdad entre las personas, la monarquía es «un privilegio de sangre». Y con el feminismo porque «la monarquía basa su legitimidad en normas no democráticas y también machistas».

Lo primero que habría que preguntarse es qué entiende la señora Montero por democracia, porque quizá no sea lo mismo que entiende la mayoría: elecciones con pluralismo y sin trampas; funcionamiento independiente del Gobierno, el Parlamento y los jueces; respeto a los derechos humanos por parte de las instituciones gubernamentales; acceso a la participación política de los ciudadanos; libertades civiles, incluyendo las de prensa e imprenta, asociación y reunión, sindicación, la libertad religiosa y la de disentir de las ideas de la mayoría; fomento de la cultura política y democrática, respeto a las minorías…

Quizá la señora Montero –tras algunos años pariendo leyes y medidas insensatas en el Gobierno Sánchez– se crea en condiciones de dar lecciones sobre democracia, decir qué países representan mejor los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Pero sus argumentos tuiteros sobre la incompatibilidad entre democracia y monarquía son tan poco razonables que se dan de bruces con la realidad: cuatro de los cinco países con mayor índice de democracia del mundo son monarquías: Noruega, Finlandia, Suecia y Dinamarca. Los últimos cinco de la lista son repúblicas. Algunos de los que la señora Montero ha puesto como ejemplo y defendido con cierto apasionamiento en algún momento son regímenes autoritarios que se definen como repúblicas, pero que en la práctica funcionan como fincas familiares, como Cuba, Nicaragua o Venezuela. La idea de que las monarquías no pueden ser democráticas es una fantasía. La primera democracia europea fue la muy monárquica Inglaterra.

En cuanto a la cuestión del feminismo, es cierto que la Constitución española incorpora un precepto viejuno y trasnochado, que tiene que ver con la tradición agnaticia, que privilegia al hombre sobre la mujer en el derecho sucesorio. No prohíbe que reinen las mujeres –como si hacía la Ley Sálica de los antiguos francos, vigente en muchos territorios europeos durante siglos– pero sí las sitúa por detrás de sus hermanos varones en la línea sucesoria. En diferentes momentos se ha planteado una reforma constitucional para modificar un concepto que no tiene sentido alguno en la España actual, pero ningún Gobierno se ha atrevido a abrir el melón de la reforma constitucional, y es poco probable que en las actuales circunstancias ninguno lo intente sólo para modificar un artículo cuyo cambio tiene hoy una importancia más simbólica que práctica. Y en cualquier caso, no sería la monarquía la que es machista, sino la Constitución, que incluyó la excepción agnaticia.

En el contexto concreto de la ceremonia de acatamiento constitucional por parte de la futura jefe de Estado, las palabras de descalificación de la señora Montero lo que demuestran no es el fracaso de la segunda restauración borbónica, sino el energumenismo que se ha instalado en la política española, en la que todo puede usarse para intentar hacer daño. En lo que a mí respecta, nunca he sido monárquico, y lo cierto es que solo conozco a unos pocos monárquicos españoles. La nuestra es más una suerte de república coronada que una monarquía tradicional. El cuestionamiento continuo a que se somete la monarquía desde hace más de una década no tiene sólo que ver con los errores de Juan Carlos, sino con el deseo de acabar con la democracia surgida de la Transición, y sustituirla por el gobierno de los que querían asaltar los cielos y acabar para siempre con las castas, hasta que descubrieron que en Galapagar se vive mejor que en Vallecas. Un puñado de aventureros que –hasta que la ahora ministra en funciones empezó a cambiar su fondo de armario– defendían una concepción de la democracia básicamente revolucionaria, por no decir polpotiana.

Y ya puestos: si tuviera que elegir entre los valores que encarna la joven heredera y los que defiende y dice representar la señora Montero, no tendría duda alguna. De hecho, no la tengo.

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