Opinión | OBSERVATORIO

Tiempo de vacaciones

Vecinos de Aguamansa regresan a sus casas tras el incendio en La Orotava

Vecinos de Aguamansa regresan a sus casas tras el incendio en La Orotava / María Pisaca

Casi sin darnos cuenta se nos ha pasado la mitad del verano. Nos hemos acostumbrado un año más a las obviedades, a las crecientes olas de calor, a los consejos repetitivos de cuidarnos mucho, hidratarnos, no dejar a niños, mayores ni perritos al sol dentro del coche cerrado y tirar la llave, o sea olvidarlos; a buscar la sombra, no hacer deporte en las horas centrales del día, usar ropa ligera, no remojarnos en fuentes públicas que no están para eso, no comer demasiado, no beber alcohol, no conducir con sueño, no hacer fuego en el bosque que hay muchos incendios descontrolados. Hay tantas señales de peligro que solo la cabezonería, el deseo de vivir, la necesidad de darnos un respiro y la coraza forjada contra la machacona máquina de asustar nos incita a seguir. Así que a poco que pueda el personal currante pone tierra por medio, o mar o aire según posibilidades, cuando toca la lúdica campanilla vacacional, este año quebrada por avatares políticos de incierta resolución.

Es en edad laboral tan normal el derecho al descanso anual que tendemos a creer que siempre fue así. Sin embargo es de muy tardía aparición. El tiempo de ocio y holganza anterior no fue propiamente un precedente. Dicen que César y Augusto en la vieja Roma daban descanso hasta a sus esclavos en determinadas ocasiones. Después los ritos religiosos mantuvieron fiestas de santos patronos de ciudades, cofradías o gremios para relajo. Incluso en algunos fueros medievales se impedía «en lo días feriados trabajar o realizar juicios». Ni esos ejemplos ni los Grand Tour de los ricos aristócratas del XVIII para conocer las maravillas de la antigüedad; ni los veraneos de la realeza, burgueses, nobles aburguesados o políticos del XIX en playas y balnearios son antecedentes de las vacaciones regladas comunes. Estas comenzaron con la estabilización del trabajo en las fábricas. La regulación de la jornada laboral y su reducción a las ocho horas fue «la que podríamos llamar el amor de los amores de la clase trabajadora del mundo» se decía en 1922. No todos estuvieron de acuerdo ya que «el número de horas de descanso y vagar del obrero, facilitaban el enviciarse en juegos, bebidas y amores mercenarios». Con empleos estables los beneficios del descanso en la mejora del rendimiento y las nuevas oportunidades económicas se dieron por seguros. Un proceso muy vinculado a las luchas obreras de carácter internacional y a la creación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1919. Se incluyeron en leyes las vacaciones como un derecho. En España llegó en 1931 con «un permiso ininterrumpido de siete días… sin descuento de salario». Con retrocesos en los malos tiempos se fue haciendo permanente y ganando en días. Ya desde los descansos esporádicos en el siglo XIX el periodo estival fue el favorito.

Julio y agosto, nuestros meses álgidos del verano, se prefirieron para las vacaciones con pactos entre patronos y obreros. Como no todos podían alejarse de los lugares habituales de trabajo ni tenían pueblo al que ir para reposar, se ampliaron las verbenas y fiestas por doquier que al menos hacían más divertida la permanencia en la ciudad. En el medio rural la actividad fue poco favorable a la ruptura por vacaciones. Campesinos y gentes del mar tardaron en llegar a este todavía desigual beneficio.

La mejora de las comunicaciones y los medios de transporte más rápidos y baratos extendieron el «turismo de masas» modificando amplias regiones costeras de levante y sur de España y convirtieron al sector en clave. Como fenómeno internacional, ya desde finales del XIX, con los primeros logros vacacionales, se crearon clubes turísticos del proletariado en países europeos para «rescatar al trabajador del alcoholismo y proporcionarle alternativas» instándolo a «amar la naturaleza y el deporte». No fueron ajenas a este espíritu cuasi redentor las muy loadas ciudades de vacaciones hoy en franca decadencia, pese al innegable valor y atractivo que muchas conservan.

Julio César y Octavio Augusto estarían sorprendidos si vieran que en los meses de su nombre las ciudades se llenan hasta las trancas de gente tras la banderita del guía de turno en grupos improvisados o familiares. Solos o en compañía, con maletas rodantes o mochilas repletas nos cruzamos a los habitantes temporales y ocasionales de nuestro lugar, o nosotros mismos lo somos en otras ocasiones. Los turistas de cultura atiborran los cascos históricos de todas las localidades grandes o chicas que presumen de historia y a comerciarla se aprestan. Contra la masificación que dicen las amenaza algunos han propuesto restricciones o impuestos especiales, asunto con el que no están muy de acuerdo quienes precisamente del turista viven. Polémica servida.

El turismo de playa es menos exigente, salvo en los paraísos protegidos. Los residentes de la costa hecha para el bum de visitantes suelen ser menos quejicas porque coexisten desde siempre con los bañadores y bikinis, con las chanclas, los chiringuitos y las macrodiscotecas que en sí mismas son polos innegables de atracción para jóvenes con resistencia física asegurada.

Quienes buscan en los pueblos la alternativa del tan en boga turismo rural o de isla climática fresquita suponen un incentivo económico aunque en ocasiones surjan fricciones de convivencia porque hay viejos habitantes del campo y sufridos animales que tienen su propio ritmo vital por mucho que moleste a los turistas.

Diseñados casi a medida de cada gusto los planes viajeros despiertan cuando de aprovechar el descanso laboral se trata. Es tiempo de elegir o compartir estancias diferentes a las de todo el año obligadas por el trabajo. Lejos o cerca todo vale. Hasta la ciudad de diario se vive diferente en vacaciones.

Suscríbete para seguir leyendo