Opinión | Risas y fiestas

Aida González Rossi

Yo también puedo hacer daño

Yo también puedo hacer daño

Yo también puedo hacer daño

Hola, yo también puedo hacer daño. Hola, pero eso no me convierte en arma. Hola, más bien en salvación. Hola, dominé mi capacidad de cuchillo cuando empecé a temer mis cuchilladas y a decirme no merezco el espacio seguro que las personas a las que quiero tan tranquila y fácilmente (congregándose alrededor de una mesa de bar llena de arepas y riéndose con dulzura al verme las manos todas manchadas de mojo rojo y yo agitándolas como si me estuviera secando la pintura de uñas y otra mano entrando en acción para tenderme una montaña de servilletas que gasto y gasto y se repone) construyen para mí sin que yo tenga que solicitarlo. Hola, cuando comprobé que siempre tenemos la opción de escoger el buen gesto y que los lugares luminosos (en el sentido del te ayudo a limpiarte, ven) conllevan una responsabilidad de la que, precisamente porque puedo hacer daño, soy capaz.

Hola, lo digo así a modo de saludo porque creo que así deberían ser nuestras presentaciones a las personas a las que vamos a aprender a cuidar: hola, voy a saber medir el peso de mis acciones porque seré consciente de que todo gesto tierno contiene el lógico reverso de la hostilidad, de que las caras sonrientes se agrien hasta acabar goteando una lluvia que pudra el césped y los trebolitos pequeños que una toca con la parte más blanda del dedo para no romperlos. La amabilidad mayor es la que ha comprendido la posibilidad de su violencia.

Es horrible (ya les digo que se pasa por una fase de ay Dios, no merezco lo que no quiero vulnerar) darse cuenta de esto, pero también es necesario y, sobre todo, liberador. Nos pone a mirarnos de frente y no siempre de reojo, con las gafas medio colocadas para evitar la certeza de que también tenemos pensamientos malos y también hemos cometido errores y los seguiremos cometiendo. Nos hace sujetar con la fuerza requerida unas decisiones que no suben como un humito soplado por una esencia sino se viven día a día y son mérito nuestro.

A nivel amigas, familia, gente cercana, gente no cercana, gente en general: nos lleva a practicar la autocrítica y a tratar bien y cuidar desde la honestidad y la implicación real en las vidas ajenas. A nivel social, a nivel esta es mi identidad y así interactúa con el mundo en el que me muevo y esta son mis culpas: nos lleva a entendernos como seres en relación con los otros que deben analizar y limar sus inercias, a no sentirnos atacados cuando se señala algo que nos apela, a escapar de esas dinámicas de yo no fui y de no todos somos así y de tengo que defenderme de esto que me está observando y me está haciendo sentir cuchillo. Los cuchillos tienen muchas formas. La verdadera defensa, el verdadero respeto por esta vida llena de servilletas que llegan a nuestras manos y de bocas que podemos ayudar a limpiar, pasa por ser conscientes de los riesgos de no considerarnos capaces de herir. De ignorar que la crueldad existe y existen las posibilidades de ejercerla impune e inconscientemente.

De hecho (hola), ese es el valor de la amabilidad. No solo de la amabilidad en el sentido que, limpia de todo, debería tener (yo te protejo de forma genuina y porque sé que es lo mejor que puedo darte y quiero hacerlo), también en el sentido de lo que analiza la realidad tal y como es y se vuelve consciente de sus cuchillos y se esfuerza por inventar paisajes seguros y llenos de brillitos que parecen tan ingenuos. Y saben tanto pero tanto. La amabilidad y la ternura no van a borrar el sufrimiento, y sin embargo van a darnos algo que mirar y mirar para convencernos de que vivir vale la pena, de que no estamos solas y hay en la existencia un placer muy hondo que nadie tiene por qué robarnos. Y sin embargo van a sostenernos cuando lloremos o nos quedemos paralizadas sin poder ni movernos del sitio. Y sin embargo van a hacer que queramos ser siempre mejores y saludar con la certeza de que ese hola va a comenzar una conexión de verdad, pues desearnos el bien es el único pasadizo para mostrarnos tal como somos: vulnerables y jamás terminados ni seguros ni infalibles.

Lo cursi es una fuerza. Una fuerza que contrarresta lo beligerante y se pone por encima y le gana todo el tiempo. Es una salvación y es algo que podría ser deseable en sí mismo, sí, por supuesto, pero sobre todo (si asumimos que el daño está potencialmente en todas partes) es necesario. Somos responsables de ejercerlo cuando y donde podamos y también de valorarlo como aquello que tiene la sabiduría del contraste: pasé por las tinieblas, así que traje estos neones.