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Francisco Pomares

Gobierno no es lo mismo que país

Durante los años de la pandemia, Europa –y otros países que pudieron permitírselo– desarrolló políticas fuertemente expansivas, inyectando cantidades ingentes de recursos en la economía. Se hizo porque la economía habría colapsado si no se hubiera hecho, y eso habría provocado un desastre social sin precedentes en la historia contemporánea. Países tradicionalmente partidarios de la ortodoxia económica y monetaria optaron por poner en circulación cientos de miles de millones de euros en fondos de rescate.

La consecuencia directa de esa enorme inyección económica es la inflación que soportamos hoy, sin duda acrecentada por factores añadidos, como la guerra de Ucrania y su impacto en la escalada de los precios del combustible, la energía eléctrica y los cereales, productos cuyo encarecimiento provoca un efecto multiplicador en los precios. Soportamos esta inflación disparada porque elegimos tenerla, antes que aceptar el desastre social que habría provocado la pérdida de millones de empleos, y el dramático empobrecimiento de una sociedad dedicada a frenar una enfermedad tan mortífera como desconocida.

Domada, que aún no vencida, la pandemia dejó de ser ya la prioridad del mundo. Ahora se trata de contener la inflación provocada por el dinero del Covid, y evitar que prosiga la escalada de los precios: la inflación roba a la gente sus salarios y sus ahorros. En los dos años que llevamos de inflación desbocada, el poder adquisitivo del euro ha bajado entre un 15 y un 20 por ciento. No es una broma, estamos hablando de que la riqueza efectiva de Europa se evapora vertiginosamente. Tras décadas de tipos de interés bajísimos, los bancos centrales del mundo intentan enfriar el calentamiento de los precios, pero al contrario de lo que ha ocurrido en otras crisis similares, en esta ocasión no estamos ante una inflación vinculada al crecimiento. Es probable que a partir del invierno varias economías europeas entren en estanflación –alta inflación y crecimiento cero– o en deflación –alta inflación y retroceso del crecimiento–.

Ese es el panorama al que nos enfrentamos, mientras escuchamos a algunos gobiernos –el de Canarias, sin necesidad de ir más lejos– afirmar que las islas están viviendo el mejor momento de su historia. Hace unos días decía Román Rodríguez que no solo no estamos peor que antes, sino que estamos en nuestro mejor momento. Es rotundamente falso, como demuestran los datos, agravados por las previsiones económicas. Pero ocurre que cuando uno está en el Gobierno se produce una chocante confusión entre lo que es la salud económica de la nación (de todos) y la salud financiera y fiscal del ejecutivo (de los que gobiernan). Pero resulta que país y Gobierno no son lo mismo: que el Gobierno recaude en impuestos del REF un 50 por ciento más en lo que va de año con respecto al año pasado, que haya aumentado en casi mil millones su presupuesto o que hoy haya miles de empleados públicos más que cobran sus sueldos puntualmente, no significa que el país vaya mejor, apenas significa que la administración crece, a costa de sablearnos. El objetivo de quien gobierna no debe ser solo cuadrar sus cuentas y que la Administración viva en la abundancia, sin ser capaz de gastar lo que recauda. El objetivo debe ser mejorar la vida de la gente, permitir que trabajadores, familias y empresas dispongan de más recursos.

No se trata de acabar con la Administración, sino de controlar su tendencia a la elefantiasis. Se trata de controlar el gasto, acabar con los excesos, reducir lo que es superfluo o innecesario. Nadie en su sano juicio quiere desmontar el sistema sanitario, la educación, la dependencia, la administración general o la Justicia. Pero sí evitar que cientos de millones se cuelen por las rendijas del lujo y el gasto inútil: salarios para políticos jubilados, sillones innecesarios para acomodo de señoriales traseros, nuevas flotas de automóviles… el chocolate del loro. Pero también mejor gestión, menos gente enchufada, menos recursos públicos para sostener el aparato político, menos dinero gastado en televisión y propagandas, en sociobarómetros, en viajes a Islandia… Dejar el dinero del lujo y las sinecuras y canonjías en donde realmente hace falta: en los bolsillos ciudadanos.

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