Antonio Olivera es viceconsejero de Presidencia del Gobierno de Canarias. Es el principal y más próximo colaborador de Ángel Víctor Torres, quien obviamente tenía un buen conocimiento del empresariado grancanario antes de asumir la púrpura presidencial. Expresidente de la ZEC y autor más o menos inconfeso del programa económico del PSOE para las elecciones autonómicas de 2019 –no excesivamente creativo- Olivera no se aparta de un milímetro de la ortodoxia de las élites empresariales grancanaria y tinerfeña: tiene una excelente relación con José Carlos Francisco, presidente de la CEOE de Tenerife, con quien colaboró en el pasado en materia de asesorías. Por supuesto es el delegado plenipotenciario de Torres en múltiples centros y espacios políticos e institucionales, donde el presidente, que es de letras, estaría perdido. Que un caballero tan (legítimamente) vinculado con la flor y nata de nuestro empresariado acampe en la puerta del jefe del Ejecutivo es un rasgo distintivo y curioso del máximo responsable de un Gobierno dizque progresista. Olivera tiene de señor de izquierdas –incluso de moderado socialdemócrata- lo que yo tengo de Chris Hemsworth.

Cuentan que hace unos meses, cuando el vice Román Rodríguez decidió resucitar el sociobarómetro, Olivera sintió una profunda curiosidad. Inicialmente quiso entender que el sociobarómetro, como flamante instrumento demoscópico, estaba al servicio del Gobierno tout court . Alguien le contó que no era así, que era una cosa científica e intangible, algo entre el Santo Grial y el colisionador de hadrones, un camafeo de inteligencia y lucidez que no era tocado jamás ni por un pelo del bigote de Rodríguez, una nueva orden de clérigos puros que trabajaban aislados del universo mundo y con una absoluta, intachable autonomía. Olivera debió sentirse francamente impresionado. Más adelante, a través de un subordinado, insistió en que si no podrían sondearse algunas preguntas del interés de la Presidencia sin menoscabo de la santidad de los siervos del sociobarómetro. La respuesta fue negativa, y no solo por razones de principios, sino porque cabía temer que si alguno de los clérigos escucharan la voz de un cargo público estallaría en combustión espontánea y quedaría reducido a cenizas.

El viceconsejero se quedó, por lo tanto, chupando un palo sentado sobre una calabaza, como en la canción de Serrat. Se comprenderá, sin embargo, que ser un viceconsejero de Presidencia es incompatible con permanecer indefinidamente en la inopia. Claudia Monzó, la directora general del Gabinete del Presidente, puede disfrutar de esa dulce ignorancia –al fin y al cabo, en el ecosistema de Ángel Víctor Torres, Monzó se ocupa poco más que de la agenda presidencial y de coordinar las secretarias, lo que al principio no asumió de buen grado – pero el viceconsejero de Presidencia no. Por eso ha terminado por licitar ese contrato para hacer encuestas en materia social, económica o marinada en salsa de cerveza negra, lo que estime el señorito y punto. Unos 100.000 euros en dos años. Al fin y al cabo no es tanta pasta para una administración autonómica. No se diga para Olivera. Cuando se le pregunte a Torres en el Parlamento al respecto ya verán cuando el presidente pondrá de nuevo esa cara de panadero honrado que ha salido de la tahona para saludar al Prlamento y explicará a todos que un Gobierno bien informado es un Gobierno mejor. Lo más soprendente es que este Gobierno, como todos los gobiernos, se pasa el día redactando y emitiendo informes sobre lo que está ocurriendo social y económicamente en nuestras ínsulas baratarias. Pero no es suficiente. Nunca es suficiente. Saber es poder, como te diría Olivera. O Román Rodríguez. O cualquiera que gasta lo que no está escrito (pero sí licitado) en triviales y mezquinas estupideces con perras ajenas. Con las nuestras, por ejemplo.