El siglo XXI comenzó un 11 de septiembre de 2001. Aquellos terribles atentados generaron una respuesta coordinada de Naciones Unidas sobre Afganistán a la caza de células yihadistas. Que veinte años después Estados Unidos repliegue su ejército ante la desidia general, es una nueva derrota de occidente y un grave error de Joe Biden, en quien tanto confiábamos, que habla de triunfo mientras los talibanes celebran la independencia disparando sus metralletas al cielo. Pero es que eso que llamamos occidente tolera demasiadas cosas.

El gran éxito de los talibanes es ser asumidos como un agente mundial más cuando, de hecho, no son los únicos salvajes sobre el terreno. Al-Qaeda y el Estado Islámico no han sido vencidos y una facción disidente controla parte del país. Más locura: Al frente del gobierno podría estar el pastún Hibatullah Akhundzada, juez superior del régimen previo a 2001 -el de los burkas y las amputaciones-, y tendrá como adjunto a Sirajuddin Haqqani, un peligroso terrorista buscado por Estados Unidos, que ofrece una recompensa de cinco millones de dólares por información que conduzca a su captura. Con esos interlocutores vamos a dialogar.

Así, una guerra civil no es descartable entre decenas de tribus que ni hablan la misma lengua, en un territorio que jamás fue conquistado. Ni por Alejandro Magno. Por eso, el mayor error de estos veinte años ha sido tratar de construir una democracia allí donde apenas la ha habido y dejarla caer sin más. Si Europa disiente de Estados Unidos, ¿por qué que no hubo un esfuerzo común para replantearse la retirada y mantener el orden más allá del 31 de agosto? La ayuda al desarrollo se asienta precisamente en trabajar en origen para preservar una paz que debería estar en nuestra esencia, en nuestra razón de ser como sociedades. Nuestras constituciones propugnan la igualdad, la fraternidad y los derechos humanos, pero sucumben ante el terror.

El pensamiento occidental está en una posición cada vez más débil, ridícula, en retirada frente a otros poderes antidemocráticos. En el Consejo de Seguridad de la ONU reinan Rusia y China, beneficiarias del caos mundial. Asistimos como pasmarotes al crecimiento del populismo por toda América Latina. Marruecos, Catar, Arabia Saudí… No son comparables a los talibanes, pero los derechos de la infancia, la mujer y los homosexuales tampoco se respetan. Lavamos nuestras conciencias acogiendo a un puñado de refugiados. ¿Eso nos hace mejores? Es dudoso cuando se ha abandonado a tanta gente a su suerte, y la Unión Europea actual no hace más que quebrantar sus propios mecanismos de gobernanza ante la fatídica consecuencia de tanto desacierto: Otro éxodo migratorio sin compromiso de acogida. La única reacción ha sido dar dinero a Irán, Paquistán y Turquía para que lo contengan. Hungría (¿recuerdan que se le quiso cortar el grifo hace nada por su rollo anti LGTB?) y Polonia ni han tenido que esforzarse por imponer la tesis más retrógrada de los 27, que en cinco años han soltado 6.000 millones a Turquía para evitar que los refugiados sirios crucen… A occidente. Ahora se unirán los afganos.

¿España qué puede hacer? Acoger migrantes, claro. Europa nos está ayudando mucho, y la solidaridad de la que algunos alardean es la respuesta lógica a los 140.000 millones que nos han llovido del fondo de recuperación. Esa pretendida generosidad es básicamente nuestra obligación tras recibir un dinero que nunca vamos a poder retornar… Que se reconozca al menos a quienes han garantizado que una generación de mujeres afganas haya podido ir a la escuela: Esas fuerzas armadas españolas siempre tan denostadas, sin las cuales jamás hubiesen abandonado el infierno talibán dos mil doscientas personas.

El día después de la retirada, en Afganistán quedan miles de personas desamparadas ante la barbarie talibán. Sin imágenes, redes sociales ni periodistas extranjeros que lo cuenten, el propio país será su tumba si quienes nos llamamos occidente no hacemos nada por evitarlo.