Silencioso y exacto, casi un penitente de la poesía, editor cabal y amigo dedicado y delicadísimo de muchos de los inmortales recientes de la literatura española, Chus Visor se fue del mar de Sanlúcar de Barrameda, adonde su familia y sus amigos habían esparcido las cenizas de José Manuel Caballero Bonald, con un clavel blanco que no dejó en todo el día, quizá hasta que se marchitó entre sus manos. Entre los gestos conmovedores, y también alegres, delicados, de ese jueves en que se cumplió el deseo del poeta de desaparecer en esas aguas a las que dedicó su inspiración y su inteligencia, ese homenaje de flores, así como las palabras de la viuda de Pepe (Pepa Ramis) tras el gesto de lanzar las cenizas al mar (“Ahora hay que leerlo”), se quedan en mi memoria como la delicada dedicación a quien en vida fue uno de los más inteligentes ciudadanos que he conocido y tratado, desde que hace un millón de años (así lo hubiera dicho él, que siempre regalaba cantidades confusas, incluso para contar a sus hijos) lo conocí en Tenerife.

A Tenerife fue quizá en 1970 Pepe Caballero Bonald, a hablar de pintura y de poesía; luego le siguieron Paco Brines, Ángel González y otros poetas que sucesivamente se fueron encontrando con los poetas o escritores canarios que entonces sobrevivían, aún estupefactos, a la persecución o a la muerte, pues la mayor parte vivió la oscuridad de la guerra y la desfachatez de la dictadura. Todos ellos celebraron con Pepe, cuando fue, la inteligencia que éste representaba, la sintaxis que se haría ya definitivamente mayor en su libro imperioso, bellísimo, que sigue siendo Agáta ojo de gato, en el que el poeta jerezano, el memorialista, el narrador, el literato, vuelca una imaginación que se apoya en estas aguas sobre la que sucesivamente fueron cayendo sus cenizas y las flores, menos este clavel que guardó para sí su fiel amigo Chus. Chus, por cierto, editor con Luis García Montero, que también estaba en esta ceremonia de las aguas, de un volumen bellísimo, la antología Ruido de muchas aguas (Colección Palabra de Honor, Visor Poesía) en el que se pueden encontrar todas las veredas que dan de sí los afluentes de la literatura de José Manuel Caballero Bonald, en el que es poesía hasta su silencio.

Fue una jornada pletórica y triste, pues por un lado estaba la elegancia, que también es herencia de Pepe, de una familia (la viuda, los numerosos hijos, los nietos) y de unos amigos, igualmente numerosos y justos, pues así los quiso siempre el poeta, que contribuyeron durante toda aquella mañana a que hubiera tan solo las palabras necesarias, los gestos precisos, sin otro aspaviento que el poco viento que hacía, y la alegría de juntarse para decir adiós a tan gran testigo del siglo que lo precede, pero también la tristeza imperiosa de que jamás lo tendremos cerca para disfrutar de la elegancia exigente y comprometida con la contó épocas y personas. Al final de su larga vida (95 años, y hasta el final con la mente despierta) dio Pepe (en Seix Barral) un libro memorable que es su memorial de lucidez: Examen de ingenios. Ahí cuenta lo que recordaba, por dentro, de grandes escritores o artistas que conoció y trató desde lo más antiguo a lo más reciente; con la misma exigencia que su poesía, ahí desfila su sintaxis radical, insobornable, para contar minuciosamente, con el ritmo además de su poesía narrativa, el carácter e incluso el aspecto de famosos que, contados por él, terminan pareciendo también personajes suyos, dibujados o pintados por la impronta de su modo de ver. Exigente también consigo mismo, exacto para definirse y para definir a otros, esa inteligencia en el retrato es hoy un testimonio de lo que mejor se ha dicho de los nombres propios del siglo que él ya dejó atrás.

Fue un hermoso día, una mañana luminosa, además, en la que todo conspiró para que no se marchitara ese clavel que se llevaba Chus Visor como un símbolo de aquella armonía, en un país cada vez más descuidado con la historia, y en concreto estupefacto estos días con la manipulación que le deparan los intransigentes a uno de los antecesores más lúcidos de este andaluz al que se despedía en las muchas aguas de Sanlúcar. Estoy hablando, con mucha tristeza, de Federico García Lorca, que tantas décadas después de su asesinato (y de su desaparición física más ominosa: nunca se ha encontrado su cadáver ni para esparcir sus cenizas allá donde él quizá hubiera querido, en el aire llorado de su tierra) sigue recibiendo el insulto que la maldad convirtió en disparo.

Fue en Granada, como si hubiera sido en cualquier parte, pues no lo mató Granada sino la baba infernal que allí se concentró para destruir las muchísimas flores, blancas o rojas, que adornaron la herencia de la que disfrutó su poesía. Y ahora extraviados ultras se han atrevido a apropiárselo como si él hubiera sido un presunto votante de sus filas. Cortando así, con ese insulto, la fértil memoria de su personalidad y de su poesía, llevándoselo al terreno pantanoso y oscuro de sus intenciones, han querido hacer de Lorca un militante propio, arrojando así otra vez la peor ceniza, la de volver a matar, a asesinar, contra alguien al que ya mataron otros por el simple hecho de que no soportaban que fuera una persona libre, un poeta que llevaba dentro el espejo de una ilusión que no pudieron matar: la ilusión de contar, en poesía, lo que ni la muerte puede borrar.

La justa indignación que esa apropiación indebida de Lorca ha llevado al corazón de muchísimos españoles se sentía también en la atmósfera que rodeó la despedida, en medio del ruido de muchas aguas, que sus parientes y amigos le dieron a otro de los grandes andaluces de la poesía. En medio del tumulto de las maldades que se oyen y se viven, en medio del estupor ante las salvajadas que ahora le han vuelto a tocar a Federico García Lorca, florecen memorias nobles y ese clavel que el editor Chus Visor se llevaba del mar a la tierra que ya es paseo marítimo e inmortal del gran poeta de Sanlúcar.