Estamos de acuerdo en que los primeros años de la educación de un niño es fundamental en el desarrollo cognitivo y emocional, según afirman los especialistas en educación infantil. Si el menor tiene su origen en una familia desestructurada y vive en una zona deprimida, tendrá menos posibilidades de integrarse en la sociedad que otro que provenga de una familia tradicional. Pero estas diferencias, tanto familiares, como económicas, quedarían en un segundo plano desde el momento que el niño/a, a partir de un año, está adecuadamente escolarizado y sus carencias plenamente cubiertas. Su calidad de vida aumenta, recibe dos o tres comidas diarias, es objeto de afecto por parte de los educadores que al mismo tiempo, le imparten los conocimientos adecuados a su edad recogida en la ley de educación. Por otra parte, la administración ahorraría el tratamiento de posibles patologías físicas y psíquicas del menor al estar escolarizado.

Es aquí donde radica el verdadero problema de la sociedad actual respecto a la pobreza infantil. La falta de oportunidades del entorno familiar y social, los condena a una infancia dura, donde probablemente tendrán que elegir un camino equivocado o no deseado en el desarrollo de su vida.

Es obvio que la solución a estas desigualdades pasa por construir escuelas públicas y gratuitas, pero no es así. España está a la cola de Europa en escolarización de cero a tres años y dentro del país, las diferencias entre comunidades es abismal.

La realidad actual no ha cambiado nada respecto a las promesas sobre educación infantil. Entre ellas, hacer una ley de educación infantil que garantice a los menores una educación integral, pública y gratuita. A los padres de la Constitución y a los gobiernos de cualquier signo que han desfilado por las instituciones públicas de los tres niveles en estos cuarenta y cuatro años de democracia, se les olvidó cumplir con la promesa tan manida y reiterativa en sus campañas electorales, ya convertida en eslogan, relativa a la construcción de escuelas infantiles. Los menores que habitan en zonas periféricas no disponen de centros donde estudiar, excepto que su familia pueda pagar cuatrocientos euros en uno privado, cosa difícilmente asumible. Por otra parte, las pocas y escasas partidas de dinero público que se dedican a la educación de cero a tres años, se reparten entre ayuntamientos y centros privados a través de subvenciones a los padres. Los primeros las destinan a financiar sus propios centros y los segundos solo facilitan el acceso a una plaza a hijos de familias de clases medias. Evidentemente, esta fórmula anula la posibilidad de crear plazas nuevas y públicas y la administración que reparte el dinero tampoco les obliga.

Una vez más y año tras año, contemplamos con impotencia que los niños y niñas pobres y marginados vuelven a sufrir la insensibilidad y dejadez de los responsables públicos, que les cercena el derecho a escolarizarse en esa etapa esencial de su vida. Habrá que preguntarse qué es lo que está impidiendo ejecutar proyectos de apertura y financiación de centros públicos infantiles. Esta parálisis o inacción de la Administración Pública, no se limita a una simple dejación, sino que podríamos estar hablando de un atentado a derechos fundamentales de los niños.

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