Compuestos y sin Messi, nos queda el consuelo de un astro en ciernes llamado Pedri, así, en diminutivo, como quien toca con pies silenciosos y letales a la puerta de los grandes. Tampoco hacen ruido los inmigrantes que continúan ahogándose tras un leve chapoteo de sueños. Y sueños son, los que despiertan turistas despreocupados que parecen copiados de una fotografía del pasado, un tiempo de carnes coloradas de comer, beber y sudar al sol de la economía pre covid. Si hablamos del futuro de la sociedad que endiosa y demoniza indistintamente a sus héroes, productos y famas, la respuesta es un misterio en forma de corporación globalizadora, aunque nunca tan misterioso como lo que ocurre en China, la potencia juez y parte de casi todo lo que nos pasará a corto, medio y largo plazo. Dicen que la distancia social es el olvido de nosotros mismos, de modo que Control Central se dedica al recuento obsesivo de las ovejas confinadas en rediles individuales, mientras el algoritmo calcula nuestras emociones ocultas detrás de una mascarilla ffp2. Ni una sola medalla de oro llega a sentir alegría por este espíritu olímpico empaquetado al vacío, y es que en Tokio se vive la rareza de la testaruda superación personal y por equipos, ante la soledad del público online, que sigue la depre ansiosa de Simone Biles y, al tiempo, trata de evitar algún sucio contacto con negacionistas no vacunados o peligrosos jóvenes deltas. Pronto no harán falta cárceles, porque la prisión mental se declarará legal. A quién le importa, usted limítese a escapar, como Camaleón Sánchez en La Mareta, vacaciones tipo regate corto a la realidad que se desdobla en insondable abismo cuántico. Después de esta catarsis pandémica, ¡ay!, ya nada será igual, ni siquiera el azaroso pañuelo que enjugó las lágrimas de Messi.