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El oro o la vida

Aspiraba a seis oros en Tokio 2020 que la hubiesen asimilado a mitos como Phelps, Bolt, Spitz, Latynina o Lewis, pero se ha contentado con una plata y un bronce. La abrupta retirada de la estadounidense Simone Biles nada más empezar la final por equipos de gimnasia artística para salvaguardar su salud mental apenas le permite aumentar las cinco preseas que atesora desde 2016, pero realza su mensaje: «Me hubiera encantado haber terminado en una silla de ruedas para apaciguar a un grupo de personas a las que les importaba una mierda la gimnasia hasta hace una semana». De vez en cuando, alguna figura como el mismísimo Iniesta pone el tema en liza: El grave problema de la falta de salud mental en el deporte de élite. Y fuera de él.

La infancia de Simone no fue fácil. Con tres años los servicios sociales de Columbus, Ohio, la sacaron junto a sus tres hermanos del hogar familiar. La madre, alcohólica y drogadicta, perdió su custodia y sus abuelos la adoptaron tras un tiempo con su padre. Notablemente dotada para saltar, como otras deportistas precoces, era una niña hiperactiva que casi por casualidad, tras una visita de su colegio a un gimnasio, terminó en manos de su primera entrenadora, Aimee Boorman, con quien formó un tándem infalible y modeló el estilo peculiar que la ha llevado a reinar en la gimnasia mundial de forma incotestable… Hasta Tokio. Mientras, la campeona estaba siendo víctima de las atrocidades del médico de la selección estadounidense, Larry Nassar, hoy en prisión tras confirmarse el abuso sistemático de cientos de gimnastas americanas. En 2018 se colocó al frente de la campaña que ha derribado a la todopoderosa federación de su país, a la que se han afeado años de silencio sobre esta realidad. A partir de ese día se ha sumado a todo tipo de movimientos para visibilizar a la población afroamericana y defender los derechos de las mujeres. También hizo campaña a favor del Partido Demócrata.

Para entonces, Biles ya estaba cansada del deporte. Al conocer el aplazamiento de los Juegos a consecuencia del COVID-19, se acurrucó en un rincón del inmenso gimnasio que ha montado junto a su familia en Texas, y lloró de impotencia: La suspensión la obligaba a seguir ligada a quienes la habían desprotegido cuando era una niña. No quería estar vinculada a la federación de su país más tiempo: “Voy a representar a EEUU y a las chicas negras de todo el mundo, no voy a representar a la Federación de Gimnasia de Estados Unidos”. Es más, dejó de confiar en la firma Nike por cómo trataba a empleadas y atletas patrocinadas, para firmar con la marca de ropa femenina Athleta, que habría de esponsorizar su gira postolímpica exclusivamente para mujeres, un nuevo sopapo para la federación americana, que tradicionalmente organiza un largo tour después de los Juegos y donde no estará su máxima estrella.

Harta del foco mediático, llegó a decir una semana antes de los Juegos que el momento más feliz de su carrera deportiva era “con sinceridad, tal vez mi tiempo libre”. En marzo reconoció que iba a terapia porque no le apetecía pisar el gimnasio. Los cinco años de preparación de la cita japonesa han terminado de la peor forma posible, pero probablemente sea el inicio de una nueva era en la que deportistas que no experimentan el placer de competir puedan dejarlo. Como no pudo hacerlo su ídolo, Nadia Comaneci, espiada durante años y maltratada por sus entrenadores mientras el mundo aplaudía sus maneras de niña. Hasta en eso será precursora Biles, más allá de los muchos elementos que llevan su nombre en el código de puntuación.

“Proteger su salud física y mental” es la explicación fácil; “pobre niña que no ha soportado la presión” se nos antoja hasta cutre. La realidad tras la retirada en plena competición de una líder mundial sin más rival que ella misma solo la sabremos cuando la interesada se explique. Y como esto es Estados Unidos, sin duda, nos enteraremos. Para entonces, la preservación de la salud mental ya se habrá convertido en el gran legado de estos Juegos Olímpicos sin reina.

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