Después de la multiplicación de los panes, la gente estaba exaltada. Y decían: «Éste sí que es el profeta que tenía que venir al mundo». Y comentaban entre ellos: «¿Y ahora qué hacemos? Primero, proclamarlo rey. Y después, disfrutar del pan que nos da».

Por eso lo andan buscando. Y Jesús lo sabe.

Es lo mismo de siempre: un mesianismo regio, temporal y triunfal, que satisfaga, que merezca la pena.

Jesús les habla de otro mesianismo, de otro quehacer: «Trabajad no por el alimento que perece sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios».

Y Jesucristo les dice que el trabajo que Dios quiere consiste en que crean en el que el Padre ha enviado.

Por tanto, tienen que buscar otro pan, otro trabajo, otro reino. ¡Tienen que creer que Jesús es el Mesías!

Y terminan por decirle: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: pan del cielo les dio a comer». En la primera lectura se nos narra este acontecimiento.

Los judíos no le piden a Cristo otro milagro como el que acaban de ver, sino el milagro, el signo, la obra, que tiene que realizar para demostrar que Él es el Enviado, el Mesías. Entonces, creerán en Él. Es lo que se exigía a todos los profetas: el signo que acreditara su condición de enviado.

Y es impresionante constatar que el gran signo, la gran obra de Jesús, es la Eucaristía, el misterioso Pan del cielo del que ahora nos habla. Y nos da la razón: «Porque el Pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». El maná no puede dar vida al mundo. Además, con la entrada en la tierra prometida, se acabó su existencia y su misión.

Jesucristo, por tanto, contrapone el maná, el pan de Moisés, al verdadero Pan del cielo que es «el gran don» del Padre, «el gran signo» de que Él es el Enviado.

Por tanto, ¡la Eucaristía tiene que ser siempre una llamada a la fe y a la vida en Cristo! ¡La Santa Misa tiene que cambiarnos, que hacernos mejores cada vez más!

Ellos entienden perfectamente que se trata de otro pan distinto al de Moisés, y le dicen: «Señor, danos siempre de ese pan».

Y Jesús concluye contestándoles: “Yo soy el Pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no tendrá sed jamás».

¡Qué hermoso es todo esto!

Por tanto, el que quiera vivir y vivir en plenitud, ya sabe donde se encuentran las fuentes de la verdadera vida, el verdadero Pan que da la vida al mundo.

Por eso, el sacerdote proclama en la Eucaristía: «Este es el Sacramento de nuestra fe». Y, al invitarnos a comulgar, también proclama: «Dichosos los invitados a la Cena del Señor».

De este modo, podremos llevar a la práctica la exhortación de San Pablo que escuchamos en la segunda lectura: el cristiano tiene que distinguirse de los gentiles que andan «en la vaciedad de sus criterios», porque ¡ser cristiano es ser diferente!

Por ello y para ello, le decimos siempre a Jesucristo, presente en la Eucaristía: «Señor, danos siempre de ese Pan»·.

Seguiremos estos domingos reflexionando sobre el capítulo 6º de San Juan que es el Discurso del Pan del Cielo.