Hablar del Puerto de la Cruz es situarnos ante una ciudad turística con un marcado carácter histórico definido por una relación portuaria. En los hechos pretéritos, de personajes conocidos y anónimos, no podemos omitir el incalculable trabajo desarrollado durante décadas por el que fuera todo un cronista de la ciudad, el polifacético José Agustín Álvarez Rixo (1796-1883). Para el siglo XX y XXI las aproximaciones han sido más numerosas completando un amplio perfil en el que la figura del Memorialista del Puerto de la Cruz desde 2015, Melecio Hernández Pérez, destaca por su compromiso con su ciudad natal materializado en cientos de artículos especialmente en las páginas del periódico EL DÍA.

Melecio es, como Rixo, un ser que se conecta con su entorno más cercano y en libros, revistas, prensa y otros espacios se ha hecho partícipe de todo lo alcanzable a su mirada y atención con entrevistas, análisis en archivos, consultas en bibliotecas y un sinfín de tareas asociadas al oficio del investigador.

En esta etapa veraniega releo con especial atención e interés un libro suyo que es toda una joya etnográfica portuense bajo el título Anecdotario del Puerto de la Cruz, publicado hace treinta años. Refleja la esencia e identidad del lugar y no escapa a su atención la figura del pescador, de los hombres y mujeres que han ido faenando las costas y distribuyendo el preciado producto en tierra. Incluye anécdotas tan simpáticas como la relacionada con una cachimba. Al parecer, en cierta ocasión y dentro del marco de las Fiestas de Julio del Puerto de la Cruz, un hombre pierde la preciada cachimba que le había enviado su hijo, partícipe en la Guerra. Le promete a la Virgen que si aparece dará en ofrenda veinte duros. Al día siguiente apareció y el hombre exclamó ante la Virgen: ¡Virgen del Caime! Vengo a verte. Yo te hice una promesa, ¿pero tú no aguantas una broma? En otra ocasión, el protagonista del relato es un pescador conocido como El Mogote que siempre presumía de sus habilidades para la pesca de morena. Y tenía razón porque era conocedor de un lugar óptimo en la zona del Castillo de San Felipe. Padecía un gran miedo a la oscuridad y sufría cuando tenía que andar por caminos solitarios con apenas luz. Manuel, conocido como Tortuga, quería gastarle una broma. Por ello, se adentró un día en el cementerio esperando a que pasara El Mogote con el preciado cargamento. Cuando escuchó una tenue voz entre las cruces salió a toda velocidad olvidando la mercancía. Objeto de atención también sería un pescador llamado Padilla. Se levantaba de madrugada con sus aparejos. En cierta ocasión, pasando por la Cruz de María Jiménez observó dentro de la capilla un bulto blanco que creyó podía ser un fantasma. Cogió la caña con el anzuelo y logró desprender la tela, observando que se trataba de una mujer que no tenía donde dormir.

Recoge Melecio, además, el relato de un pescador que gozó de gran popularidad en el Puerto de la Cruz conocido como El Patito. Siendo ya mayor le propuso a su hijo que le continuara ayudando y este buscó a un amigo para tal labor. Lo curioso es que siempre regresaba a casa sin pesca, molestándose el padre por ello. Esa situación obedecía a que cuando llevaban la pesca hacían un alto en San Juan de la Rambla y se gastaban la mercancía en vino.

El Chalete era un viejo marino jubilado que solía acudir, como tantos otros durante las Fiestas de Julio, a un ventorrillo próximo al muelle. Le acompañaba su nieto, que no dejaba de observar un puesto de refrescos y polos. La mirada del hombre recordaba la escena en la que antaño fuera protagonista. Todo ello mientras el niño pedía al abuelo que le comprara algo y, finalmente, le compra un polo. El niño llegó a protestar por lo amargo que estaba, replicándole el abuelo que «más amargo llegaría a estar cuando tuviera que coger el remo».

La obra de Melecio y su propia persona, en definitiva, reboza incalculable amor por el Puerto de la Cruz y por el mar que tanto define y marca su realidad cotidiana.