Frente a las restricciones de la pandemia y la insoportable y puntual canícula de julio, actores y espectadores dieron lecciones de buen hacer y de saber estar; los primeros mostraron lo mejor de sí mismos en una producción ambiciosa y austera, presentada por Timaginas en el santacrucero Guimerá; correspondieron los segundos con atención y calidez el empeño y al esfuerzo.

Magallanes y Elcano titulan una epopeya digna y enfática, como pide el género, sobre la búsqueda de una segunda Ruta de las Especias a través de las aguas de soberanía castellana; un atrevido proyecto que Carlos V aprobó y concedió al portugués Fernando de Magallanes y, que a la postre, se convirtió en la primera vuelta al mundo y la confirmación de la redondez del planeta. Los hitos y entresijos de la hazaña fueron narrados con precisión magistral por el noble veneciano Antonio de Pigafetta, a quien Gabriel García Marquez, a la hora de recoger su Nobel de Literatura en 1982, calificó como su mejor maestro y padre auténtico de la novela de aventuras y el realismo mágico.

Las expectativas del V Centenario –con quinientas acciones entre España y Portugal– se recortaron drásticamente con el azote de la Covid 19 y las que, finalmente, se realizaron, como antes avanzamos, tuvieron el valioso tinte de la resiliencia. Aquí primó la intención patriótica, en la onda del nacionalismo romántico que, desde el siglo XIX y luego con la dictadura de Primo de Rivera, agrandó con amor y exceso el papel del humilde marino de Guetaria. Y, con el desgarrado testimonio del humanista vicentino, se dibujó un héroe del común en imaginaria oposición al orgulloso almirante portugués y en una supuesta lucha de egos que, como ayer, hoy contamos en todos los ámbitos.

En su libre fabulación, Armando Jerez, en versos de arte menor, enfrentó caracteres y argumentos, conjuras y abusos de poder entre el promotor de la aventura y Juan Sebastián Elcano quien, por experiencia y deber, a la muerte de su oponente en Mactan y reducida a mínimos la expedición, lideró el episodio final: la navegación por el Índico y las costas africanas sin tocar los puertos controlados por la flota lusitana y la gloria final de la ofrenda a la Virgen y los recortados premios del monarca.

Con tal recurso, Magallanes (Andrea Figueiredo) y su adversario (el propio Jerez) libran lances dialécticos sobre náutica y poder que amenizan el relato y perfilan la dimensión moral de los personajes; el primero, avalado por la autoridad real, sus conocimientos y su soberbia; el segundo, con las aspiraciones que se le suponen a los aventureros garridos. Las licencias autorales no alteran, en cualquier caso, el desenlace de la historia ni el signo y color de sus secuencias –celos, dudas, sospechas, motines y castigos, hambre y enfermedad– que, con la sabia narrativa de Pîgafetta y los octosílabos engatillados llegan nítidas al público.

Desarrollado con pasión y entusiasmo por un pequeño cuadro artístico y técnico integrado por Cristian Beltrán, Eduardo Zerolo, Aarón Ramón, Raquel y Ricardo Trujillo, Alejandro Fuentes, Javier Martos, Jesús González y Marina Solís, el nudo argumental contó con factores decisivos para su comprensión y disfrute; de una parte, la escenografía escueta y eficaz de Carmensa Rodríguez, con la disposición de cinco velas con la Cruz de Santiago, un atrezo mínimo de ajuar y herramientas de oficio, y un correcto y vistoso vestuario adecuado a los tiempos y circunstancias de la función.

Y, por supuesto, una puesta en escena y exigente dirección de actores, a cargo de María Rodríguez, que mantuvo la atención de los espectadores con los extremos de la difícil convivencia a bordo, la cuidadosa composición plástica y la preparación esmerada de las escenas corales, las más pasionales y felices del montaje, desarrolladas con efectista realismo.

Como determinación capital y consagración del espectáculo, situamos la música del palmero Jesús Martín Fernández que, con un brillante recorrido artístico paralelo a su dedicación principal a la medicina, no deja de sorprendernos. Desde las primeras notas de la fastuosa obertura a las más breves ilustraciones con instrumentos de cuerda, sentó las bases que sustentan la historia, dio forma a los silencios –porque la música expresa cuanto no podemos decir– y despertó, más allá de las impresiones visuales, los sentimientos de la audiencia.

Desde el oscuro inicial, y con sólido rango sinfónico, la exigente composición del joven Martín Fernández clavó la pica mayor y exigió la pasión correspondida de toda la compañía y los responsable del sonido y efectos especiales, que se crecieron en todos los momentos dramáticos enriquecidos por el fondo sonoro.

Con mayúsculas rotundas, las acertadas ilustraciones de guitarra y cuerda siguieron los logros exigentes del inspirado y emotivo preludio y la dulzura de la nana, exquisita creación fuera del tiempo que aporta las cuotas de ternura que pide la épica para ser y significar algo más que lo que su nombre implica, para saborear algo más, mucho más que el resabio del acero, la pólvora y la sangre, para dar sentido y permanencia al recuerdo.