Si las cuentas de la vacunación salen conforme a lo previsto, en tres meses esta película estará próxima al desenlace. Al menos, para nosotros. Sus consecuencias, no obstante, persistirán durante algunos años. El virus sigue campando a sus anchas por otras naciones con medios precarios y su incidencia a largo plazo en la salud de los afectados supone una incógnita que solo el paso del tiempo se encargará de despejar. A pesar del salto cualitativo nunca conviene olvidar que las vacunas, una heroica gesta científica de premio no pueden impedir al cien por ciento los contagios, ni que las personas infectadas propaguen la enfermedad: únicamente aportan armas para minimizar la incidencia y eludir sus consecuencias irremediables.

Canarias, y toda España, soportan un aumento explosivo de contagios con cotas ni siquiera vistas en el inicio de esta pesadilla. Sus consecuencias, por contra, distan mucho de resultar tan dramáticas como las de entonces por lo que, sin abandonar las precauciones, no hay razones para que cunda la alarma. Cada vez parece más claro que distender el uso de la mascarilla fue una decisión fundamentada en intereses políticos antes que médicos. Un guiño a los ciudadanos y una maniobra de distracción a costa de asumir riesgos.

Las actuales mutaciones han perdido virulencia, pero gozan de una capacidad de réplica asombrosa. Aumenta el periodo de exposición sin protección y cualquier descuido multiplica la posibilidad de contraer y expandir la enfermedad. Con un amplísimo porcentaje de la población inmunizado, aquellas magnitudes determinantes hace meses dejan de serlo. No por ello resultan irrelevantes: ni conocemos las consecuencias de un descontrol total de la pandemia, ni la actual infección masiva de jóvenes parece un asunto menor por más que lo superen sin enterarse.

La nueva fase de la epidemia sí empieza a hacer mella en los centros de salud y en la economía. La acumulación de casos leves figura entre las causas que provocan un colapso injustificable de la atención primaria. Y el llamativo aumento en pocos días de las tasas de incidencia ya provoca cancelaciones internacionales. Vuelven las listas negras de países – España- y regiones -Canarias – a los que viajar. Los datos estremecen: 25 millones de pérdidas al día en el sector turístico del Archipiélago, un 50% menos de reservas extranjeras y un 40% menos de empleo.

Para recobrar ese otro pulso, el de la actividad, faltan reformas estructurales, y un uso regenerador de los fondos de la UE que revolucione el modelo productivo. El propio reparto de ese maná sigue constituyendo un arcano. La electricidad alcanza unos precios desorbitados y acaba de aprobarse un cambio en las pensiones por las exigencias de Bruselas sin abordar su instrumento fundamental, el mecanismo para sostenerlas. Quienes vengan detrás, que lo resuelvan.

Está en juego también la supervivencia de aquellas empresas rescatadas y de centenares que aún tienen una alta dependencia de las ayudas públicas transitorias.

El fin de la pandemia no puede fijarse por decreto. La decisión del Tribunal Constitucional de declarar inconstitucional la restricción de derechos decretada por Sánchez para luchar contra la pandemia bajo el paraguas del estado de alarma ha generado un gran desconcierto entre la ciudadanía, justo cuando en Canarias el Tribunal Superior de Justicia rechaza el toque de queda pedido por el Gobierno de Torres.

Los derechos y libertades de la ciudadanía no son asuntos que deban tomarse a la ligera. La distinta gradación de las herramientas legales (estado de alarma, estado de excepción...) y el refrendo político necesario para adoptarlas son salvaguardas necesarias en un Estado de derecho, así como el escrutinio legal. Que la pugna política haya desvirtuado el proceso de elección de los órganos judiciales y que, como lamentable consecuencia, la desconfianza en sus miembros haya tocado fondo ante la sospecha de politización extrema no es óbice para dar pábulo a discursos populistas sobre el estamento judicial o la separación de poderes. Tan cierto es que los jueces no deben dirigir la gestión contra la pandemia y que deben abstenerse de convertir sus autos en sermones políticos, moralizantes o epidemiológicos como que medidas como el toque de queda y el confinamiento obligatorio deben construirse y argumentarse de forma pulcra.

El virus se ha encargado de demostrar otra vez que las cosas no funcionan así. Cambia el patógeno, ahora menos letal. Cambian sus efectos, que ya no saturan ni los cementerios, ni los hospitales. Lo único que nunca cambia es la falta de anticipación de los políticos a los que, por unas cosas o por otras, el covid pilla siempre con el pie cambiado, traspasándose mutuamente las responsabilidades e improvisando. Embridado el alcance sanitario de este tormento, nada resulta tan urgente para Canarias como generar riqueza para conservar su estado del bienestar y su nivel de renta. Sin una estrategia definida y pensada para una recuperación sólida y consistente ocurrirá lo mismo que con cada ola de casos: navegaremos sin rumbo ni capacidad de reacción a merced de los malos indicadores.