El cese de Iván Redondo, el fontanero brillante que limpiaba las cañerías del edificio Semillas, en La Moncloa, ha dejado a medio país estupefacto. Era un tipo odiado, pero eso va con el cargo. Ya lo habían hablado amigablemente Ivan y Pablo Iglesias, en una larga conversación delante de las cámaras: que no se pueden hacer tortillas sin romper algunos huevos. Y que la política es apasionante, pero la memoria es muy frágil e ingrata. Sobre todo la de los príncipes.

Hay gente que pretende hacerme creer que Pedro Sánchez es un tipo frío, con las entrañas de un mero recién sacado del congelador. Que no ha dudado en cortar las cabezas que le estaban pidiendo en su partido. Y que en unas horas, de ocho a ocho a diez de la mañana de un sábado, llamó por teléfono a las víctimas de su crisis de Gobierno para decirles eso de muchas gracias y hasta luego Lucas. O sea, tirar lastre por la borda de un globo que se desincha. Como hizo el patrón de la aviación, Poncio Piloto, cuando le ofreció a la chusma el cogote de Barrabás, para que hicieran boca. Pero el relato de sus frías llamadas es demoledor. Y la reacción de alguno, como el atónito ex ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, que comentó a algún amigo que se quedó helado cuando escuchó, de fin de semana en Cádiz, cómo el tipo que le había quemado con los indultos a los presos catalanes le despachaba como a una croqueta fría sobrante en un convite.

Resulta duro admitir que Sánchez, por seguir a flote en el arca de Moncloa en este diluvio universal de crisis y pandemia, haya entregado a sus colaboradores más expuestos o desgastados. Qué quieren que les diga. Primero porque acaba de comerse un chuletón de Susana Díaz, la ex baronesa andaluza, hecho muy al punto. Que es como mandar un mensaje cariñoso a todos los que le están tocando las narices en las autonomías díscolas. Ojito que mira lo que hago en el granero socialista, así que imagínate lo que te puedo hacer a ti en tu finca de tres al cuarto.

Demos por hecho que no ha sido por el bien de España, porque ya somos todos mayores y sabemos de qué va la noche de reyes. Que tampoco ha sido porque los cesados lo hicieran mal, porque eso sería reconocer que vaya cagada de gobierno que hemos tenido (quitando a González Laya, vale). Lo lógico es que Sánchez haya cambiado las cartas porque quedan dos años para las elecciones y este hombre en vez de cerebro tiene una urna.

Y si eso es así —es lo que yo imagino, calenturientamente— Iván Redondo y José Luis Abalos, su consiglieri y su más fiel servidor, no han sido ejecutados para arrojar sus cadáveres a los perros de la ira política, sino para la supervivencia de su señor. Uno porque ya tiene el aviso de que le tienen en el punto de mira de una cosa gorda, de esas que los periódicos convierten en una telenovela judicial. Y el otro porque estaba llamando demasiado la atención y siempre es un peligro que la luz del siervo brille más que la del amo. Son asuntos misteriosos, que casi coinciden en el tiempo con el apagado institucional de Pablo Iglesias y las turbulencias de su vida privada. Un inesperado mutis por el foro que deja a todo Mordor con la boca abierta como una caballa.

Los ex ministros ya son carne de olvido a su pesar. Pero quiero creer que Redondo y Abalos se han subido el cuello de la gabardina para volverse invisibles. Para perderse en un ignoto aeropuerto, entre jirones espesos de niebla, mientras se escucha el ruido de un avión de Plus Ultra que calienta motores. A los pies de la escalerilla se despedirán de Pedro Sánchez. “Yo también tengo una misión y a donde voy no puedes seguirme. Lo que he de hacer no puedes compartirlo” recitará Redondo, que es un cursi. Y luego, mientras el plano se va abriendo, José Luis Abalos, le dará la espalda a Sánchez mientras sube al avión con el brazo sobre el hombro de Iván Redondo musitándole que es el comienzo de una hermosa amistad.

Y desde la cabina, un sonriente piloto, ya sin coleta, revisará su plan de vuelo. “Siempre nos quedará París”, pone en la primera página. No hay nada como los clásicos.

El Tribunal Constitucional, en una ajustadísima votación, tumbó el confinamiento ordenado el pasado año por el Gobierno a través de la declaración del Estado de Alarma. La justicia considera que el fin que se perseguía era lícito, pero no el procedimiento utilizado. Inmediatamente se ha levantado una oleada de protestas. Para los partidos políticos, cuando los tribunales les dan la razón o investigan escándalos de los adversarios, es que la Justicia funciona. Cuando ocurre al contrario es que los jueces están contaminados ideológicamente. Uno ya no sabe muy bien con qué quedarse. La decisión del Constitucional no ha sido fácil, como demuestra la existencia de cinco votos particulares discrepantes. Pero el fondo del asunto es trascendental. Los gobiernos democráticos no pueden suspender las libertades básicas de los ciudadanos así como así, aunque la finalidad sea “buena”. Porque al final ¿quién define lo que es bueno? El fin no justifica cualquier medio (como sí dice la frase de Busenbaum que Maquiavelo le robó para siempre). Para lesionar los derechos y libertades de los ciudadanos de una forma traumática es necesario que se utilicen leyes excepcionales y temporales. Porque es la pandemia pero mañana puede ser otra cosa. La tentación de los Gobiernos es incrementar su poder. Pero el poder es de los ciudadanos. Es eso que se llama la soberanía popular. Y solo el pueblo puede renunciar voluntaria y excepcionalmente a sus libertades, aprobando leyes que otros usen en momentos determinados. Eso es justo lo que hay que hacer: aprobar nuevas leyes para un mundo nuevo. Y someterlas, en su caso, al refrendo popular. Esas son las reglas de la democracia.