Eso que algunos llaman actualidad parece un viaje a ninguna parte, zarandeado por todas las tormentas y cada día nos despertamos con una turbulencia que parece peor que la anterior. Parece evidente que hemos perdido la temporada de turismo del verano y que tenemos casi todos los boletos para perder la de invierno. España está pintada de rojo en el mapa de la quinta ola de la pandemia. En Gran Bretaña las cifras de contagio también se están disparando y es más que previsible que después del verano —en el que vendrá algún británico con el bicho a cuestas— tengan que adoptar nuevas medidas de contención.

Después de un año con el motor parado, el panorama para nuestras islas es desolador. No solo nos ha matado el coronavirus, sino que nos está matando el hambre. Sin turismo no existe ninguna posibilidad de recuperación económica y volveremos a la casilla de salida. A esa que permanentemente nos prometían, en balde, que íbamos a abandonar.

Los tribunales de justicia, en los que la política más inútil que se recuerda ha depositado el gobierno del país, le han marcado el camino a las administraciones públicas: un buen fin no justifica cualquier medio. Las libertades de los ciudadanos son sagradas y no se pueden limitar, suspender o eliminar de cualquier manera y por cualquiera.

Todo empezó con un error. El Gobierno de España decidió acabar con el Estado de Alarma, que servía de soporte jurídico —discutible— para muchas restricciones sociales; acordó traspasar la responsabilidad de la lucha contra el coronavirus a las comunidades autónomas (aunque no renunció a seguir controlando el proceso de vacunación) y terminó anunciando que las mascarillas ya no serían necesarias al aire libre.

Pero ni todas las comunidades llevan el mismo ritmo de vacunación (la nuestra es una de las más atrasadas, por cierto) ni la situación de los contagios es igual en todos sitios. La nueva ola de infectados, casi cuatrocientos por cien mil habitantes en España, se está expandiendo por varios territorios donde están saltando todas las alarmas, como Cataluña, Valencia o Canarias. Y para destinos turísticos como Baleares o nuestras islas, considerados otra vez zonas de riesgo sanitario, el sueño de la vuelta a la normalidad se ha convertido en el regreso a la pesadilla.

Con mil doscientos millones de ayudas a los autónomos y pymes de Canarias, que sin turismo están muertos de pie, no vamos a conseguir más que retrasar la agonía. Estas islas han perdido casi veinte mil millones de negocio solo el pasado año. Y éste nos pasará otro tanto. El crecimiento de las colas del hambre, el aumento exponencial de las demandas de ayudas en las ONG, comedores sociales y bancos de alimentos, no solo no ha remitido sino que aumentará hasta límites insoportables, si nuestra quiebra económica se prolonga en el tiempo.

La actualidad le está dando la razón a los economistas que dijeron “esto va a durar hasta el 2025”. Algunos siguen diciendo que van a transformar Canarias. Ojalá no sea en un cementerio. Lo único que pueden es intentar salvarla.

EL RECORTE

El furoshiki

El nuevo ministro de Exteriores del Reino de España, José Manuel Albares tomó posesión de su cartera y en vez de referirse a la dura represión de la dictadura comunista de Cuba o a la peligrosísima deriva del ultraderechista Viktor Orban, en Hungría, que está poniendo a prueba la firmeza democrática de la Unión Europea, tuvo unas emocionadas palabras en recuerdo de un país “gran amigo” llamado Marruecos. Los canarios tenemos mucho que aprender de esos que los japoneses llaman furoshiki, que es el arte de envolver las cosas en una tela. Por ejemplo no es lo mismo que te manden ocho mil emigrantes delante de las cámaras de televisión, que lleguen nadando ateridos y temblorosos o saltando con riesgo de su integridad una gigantesca valla y corriendo por las calles a que te envíen veinte o treinta mil personas, que son muchas más. O sea, un acontecimiento más grande, pero distribuido inteligentemente a lo largo de muchos meses, muchas travesías anónimas y muchas arribadas clandestinas. No es lo mismo, aunque en el segundo caso se hayan producido algunas miles de muertes de personas que se han ahogado y yacen, anónimas, en el fondo del Atlántico. A esas profundidades no llegan las cámaras de la televisión. Los árboles solo hacen ruido, al caer en los bosques, cuando alguien lo escucha. Y eso lo sabe nuestro “gran amigo”, Marruecos, que domina el arte del furoshiki como nadie. Y el de tocar las narices, también.