Hay países que tardan semanas en publicar los resultados electorales. En las últimas elecciones estadounidenses, por ejemplo, se tardaron varios días mientras Donald Trump vociferaba que se las habían robado. Irán es diferente. Allí los resultados electorales se conocen semanas antes de que la gente vaya a votar. Las elecciones de hace una semana fueron un fracaso de participación (el 48%, el 25% menos que en 2017) y un escándalo porque se impidió competir a candidatos que no resultaban gratos al régimen. Así no es extraño que muchos iranís optaran por quedarse en casa y lo raro es que algunos se molestaran en acercarse a las urnas sabiendo que su voto era inútil. A esto han reducido los ayatolás lo que un día pudo ser un sistema no digo que democrático, porque «Alá y su voluntad no se someten a votación» –como me comentó un líder islamista marroquí–, pero sí, al menos, un sistema más abierto y pluralista que el de sus vecinos árabes del golfo Pérsico.

En Irán la revolución ha perdido fuerza dando razón a Henry Kissinger cuando hace años decía que los iranís tenían que decidir si querían ser una revolución o un país. Sus dirigentes quieren mantener el poder y no aceptan la realidad de una población que actuaba enfervorizada cuando destronó al sah y encumbró a Jomeini, y que hoy se aparta aburrida de unas urnas cuyo resultado ha sido decidido de antemano. Como consecuencia, el divorcio entre el pueblo y la clase dirigente se acentúa mientras el país entra en un periodo posrrevolucionario donde lo que queda de la élite que derribó al sah trata de hacer perdurar sus ideales ante una creciente indiferencia ciudadana. Porque a lo peor ya no son ideales sino meros intereses.

El ganador ha sido un juez ultraconservador elegido por el líder supremo Jamenei: el clérigo Ebrahim Raisí, que lleva turbante negro como descendiente del profeta, que no tiene rango de ayatolá y sobre el que pesan acusaciones por violaciones de derechos humanos porque participó en tribunales revolucionarios que condenaron a muerte a miles de personas en el verano de 1988. El todavía presidente Hasan Rohani dice que «solo entiende de ejecuciones y encarcelamientos». Tampoco parece saber mucho de economía y tiene fama de oportunista, pero, sea como fuere, su elección lo coloca en una posición ventajosa para la sucesión de Jamenei (82 años), porque tiene el apoyo de los Guardianes de la Revolución y del sector «duro» del régimen.

El gran tema que Raisí encontrará sobre la mesa cuando tome posesión son las conversaciones de Viena sobre el regreso de Estados Unidos al acuerdo nuclear suscrito por Irán con la comunidad internacional, que Trump denunció unilateralmente. A Irán le conviene este acuerdo con objeto de poner fin al duro sistema de sanciones («máxima presión», dijo Trump) que le han impedido vender su petróleo, han hundido el rial, han disparado el desempleo, han dificultado la lucha contra la pandemia y han aumentado la desafección ciudadana aunque sin llegar a derribar al régimen como abiertamente pretendían halcones tan significados de la anterior Administración como John Bolton y Mike Pompeo.

Este acuerdo al que se oponen visceralmente israelís y saudís contribuiría a hacer más segura la región de Oriente Próximo y a evitar una carrera de armamentos y por eso Joe Biden lo quiere resucitar, aunque introduciendo algunas modificaciones para adaptarlo al momento actual y tratar de conseguir apoyos entre los republicanos. No lo tiene fácil porque las primeras declaraciones de Raisí han sido para decir que quiere «restaurar» el acuerdo de 2015 sin cambios, que no permitirá que las discusiones se eternicen, que la política iraní de misiles «no es negociable», que quiere garantías de que EEUU no darán otra espantada y que no tiene interés en encontrarse con el presidente Biden. Además, exige compensación por los daños causados por las sanciones que el ministro de Exteriores evalúa en un billón de dólares, aunque Rohani rebaja esta cifra a 150.000 millones, que tampoco está mal. Solo le ha faltado añadir que «lo volveremos a hacer». Pero esas declaraciones pueden ser para la galería porque Jamenei quiere el acuerdo y Biden también lo quiere y las noticias que llegan de Washington permiten un moderado optimismo.