Los meses que siguen a febrero cumplen cada año en la Vega Lagunera una puesta en escena vegetal que viene siendo ahora más difícil de ignorar, con los respiros ciudadanos en la pandemia sanitaria.

Igual que sucedió con el canto de los pájaros en los meses del confinamiento domiciliario, en que nos parecía oírlos multiplicados, la floración de tantas plantas y arbustos nos ha devuelto la atención a esa belleza tan terapéutica que nos tapa la costumbre.

Una experiencia cromática vegetal que, al querer compartirla, nos ha dejado más de una vez con el relato frustrado, al no poder decir sus nombres… y darnos cuenta de nuestra desconexión con esa naturaleza tan necesaria. Aunque se ha podido ir parcheando pronto por transmisión intergeneracional, tras preguntarle a la gente mayor y pasarlo a las generaciones jóvenes que buscan de inmediato esos términos botánicos en su pantalla para ponerle imagen a ese entusiasmo.

Algunos enamorados de este Valle de Aguere no dejamos de imaginarlo con aquel vientre lacustre variable, tan amordazado por siglos de nuestra vocación “civilizadora” de su entorno semiurbano y rural, pero que sigue triunfando cada primavera con sus genes fértiles en esas mini praderas llena de azules y violetas por el chicharón, la lengua de vaca y la ipomea. O un ritual danzante de cientos de mariposas blancas en un huerto con herbáceas florecidas, frente a la Casa del Ganadero, que paraba a más de un caminante allá por abril, y nos dejaba con ganas de entender aquella escena poética…

Cuánto deben también muchos jardines privados de la Vega a esa misma tierra privilegiada que nutre sus parcelas de los mejores colores con las hortensias o la enredadera de trompeta/campis radicans… Y los mini parques públicos con agapantos, lantanas y algún solemne floripondio. La vocación cultural y didáctica de las instituciones laguneras podría demorar ese disfrute vegetal y floral, aportando in situ sus nombres populares/científicos y aplicando el arte topiario a sus volúmenes arbolados y arbustivos no endémicos como laureles de indias y adelfas.

Una ciudad que nació en medio de un vergel con su laguna y que triunfó como modelo urbano humanista y que ha sabido respetar parte de su cuerpo medieval, situando sus parterres y arbolados en plazas, patios y parques públicos. Aunque su Plaza mayor o Plaza de abajo (todavía Adelantado) siga haciéndonos imaginar y desear una atención privilegiada que se merece por su historia, sobre todo con ese pavimento oscuro que ahuyenta a las personas que no creen en el dogma historicista de los adoquines, a los que hay que sortear o tropezar para sentir —o sufrir— el tiempo... ¿Es tan difícil visualizar su pavimento nuevo, más claro como su fuente, que aporte luminosidad a un espacio estancial único para la convivencia de todas las edades, sin esas barreras arquitectónicas?

Una de las pocas ganancias de esta pandemia viene siendo el quitarle tiempo a la fosa sedentaria y recuperar alguna belleza circundante que echábamos tanto de menos. A qué paseante de Aguere no le sigue impactando ese verode solitario que se levanta resiliente al azul cenital desde una pared vacía, o sobre un tejado que sabe respetarle la vida.