El pasado fin de semana todos nos hemos visto envueltos en una bruma de dolor y espanto. No creo que haya habido dos o tres personas juntas en las que no haya salido como tema de conversación la crueldad sin paliativos de un padre, que para hacer sufrir, asesina a sus propias hijas. Rabia, dolor, impotencia, desazón, tristeza… La naturaleza humana no nos deja de sorprender para bien y, en esta ocasión, para mal.

El diccionario define crimen como delito de asesinato. En su segunda acepción, lo califica como delito grave. Este no es solo grave, sino muy grave. ¿Cómo puede ser posible que lo que no tiene definición, ni calificación para la persona, como es la muerte de los hijos, pueda ser ideada por alguien como un medio para dañar a su expareja? ¿Puede haber un crimen mayor? Yo creo que no.

En la Sabana dicen que el león que usurpa el estatus de Alfa, mata las crías engendradas por el león vencido. Pero salvadas estas pocas excepciones, en el reino animal, las crías son protegidas por la manada. Hemos sido testigos de una realidad que sitúa al ser humano por debajo de cualquier nivel del reino animal.

La dignidad de la persona, de toda persona, independientemente de la edad que tenga, de su situación o condición, es tal que su vida tiene un valor sagrado. Atentar contra toda vida, cualquier vida, independientemente de su momento evolutivo, de su origen o de situación es un crimen atroz.

Cuando alguien atenta contra la vida, con anterioridad ya ha atentado contra otros muchos derechos que enarbolan la condición humana. Quien no respeta la vida, no merece respeto alguno. Al menos eso es lo primero que le surge a cualquiera contemplando la gravedad de este crimen.

Es difícil encontrar palabras que puedan servir de consuelo, no solo a la familia de estas niñas, sino a cuantos nos hemos sentido, ente fin de semana, parte de la gran familia de Tenerife lastimada por este suceso.

He rezado por ellas; he rezado por su madre y sus abuelos; pero me ha costado mucho rezar por su padre. Mucho. Pero al final le he pedido al Señor, que cuando las contemple en la vida eterna, supongo que desde la distancia, no le hagan mucho daño sus gritos y sus infantiles preguntas eternas «¿por qué papá? »

Pese a todo lo dicho hasta ahora, considero y necesito hablar del perdón. Porque en esas conversaciones grupales, que todos hemos tenido, en la inmensa mayoría, la rabia, el dolor y el deseo de venganza ha estado presente, y este drama social nos tiene que enseñar a superar los deseos de venganza que, como hemos visto, los carga el diablo. Quien solo respira rabia y dolor, tarde o temprano, termina asfixiado por la venganza. A esta altura de la civilización occidental, todos somos conscientes de lo que la venganza es capaz de conseguir. Cuando se conjuga la gramática de la venganza, son los débiles quienes sufren de la misma manera que cuando luchan los elefantes es la yerba quien lo sufre. La cuerda se rompe por la zona más débil.

“¿Sabes, Tomás? Porque no quiero ser como tú, porque no quiero asfixiarme de venganza, porque soy humano y agradezco ser libre, aunque no te lo merezcas, y aunque lo primero me sale del hígado no sea esto, te perdono.

Y no te imaginas cuanto me cuesta decirlo.