Guillermo Mariscal advirtió ayer que la última subida de la factura de la luz incrementará los costes de electricidad de una familia media en torno a un ocho por ciento. Mariscal, secretario general del PP en el Congreso, dijo que aunque millones de personas intenten cambiar sus costumbres para adaptarlas al consumo de energía, va a ser muy difícil que se habitúen a “encender la lavadora o cocinar de madrugada”. No hace falta ser una lumbrera para entender que cambiar los horarios de uso de la energía para adaptarse a las nuevas tarifas que priman el consumo nocturno, no es tarea sencilla. Sin embargo, no va a quedar más remedio que intentarlo, en la medida de lo razonable. Y no es razonable pensar que la gente se va a levantar a planchar o cocinar de madrugada, pero si podría programarse un enchufe con reloj –con un coste inferior a los diez euros– para que la lavadora o la secadora o el termo eléctrico funcionen de noche. Eso puede ser molesto y además muy ruidoso –los ruidos se escuchan mucho más de noche–, pero quizá no nos quede otra que acostumbrarnos, porque mientras sigamos usando combustibles contaminantes para generar electricidad, los precios no van a bajar, todo lo contrario: van a seguir subiendo.

Esta última subida del coste de la electricidad, por ejemplo, se produce por el encarecimiento de los derechos de emisión de CO2 y del gas. Y tanto los derechos de emisión como el precio de los combustibles fósiles van a seguir creciendo, en la medida en que disminuya su uso.

Ni el Gobierno Sánchez ni los partidos en la oposición se han molestado en explicar a los ciudadanos que la factura eléctrica seguirá incrementándose de manera constante mientras dure la transición energética –entre una década y dos, según los más optimistas, entre tres y seis décadas, creen los pesimistas–, aunque los ciudadanos se esfuercen en gastar la electricidad de una manera más racional, utilizando las horas de menor consumo.

La Ley de cambio climático establece la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero en un 23 por ciento, gracias a la incorporación de energías renovables (y de los restos menguantes de la producción nuclear) al mix de generación eléctrica, hasta que suponga las tres cuartas partes del total, frente al 40 por ciento que representa hoy. De acuerdo a lo que establece la ley, eso debería ocurrir antes de 2030. Como los gobiernos –el nuestro y todos los demás– militan en el optimismo extremo, la ley de Cambio Climático asegura que la transición energética moverá 200.000 millones de euros de inversión en esta misma década. Una inversión que creará muchísimo trabajo y se compensará en parte gracias al maná de fondos europeos y los ‘proyectos tractores’. Lo que no dice por ningún lado la ley es lo que va a suponer esa transición para el ciudadano medio y las pequeñas empresas.

Y no va a ser poca cosa: como ocurre siempre, serán las rentas más bajas las que peor van a pasarlo. Un gobierno progresista debería dejarse de hacer gracietas con quién plancha y quién lava, y estudiar mecanismos para que quienes menos recursos tienen no sufran el coste de la transición a energías no contaminantes. Porque el precio que se pague por la electricidad no va a ser la única medida para frenar el calentamiento global que afectará más a quienes menos tienen. De aquí al 2050 los viajes en aviones que queman queroseno costarán mucho más (ojo: eso afectará al modelo de turismo masivo de las islas). Y los coches serán mucho más caros, sobre todo los coches más potentes. Moverse en transporte privado será carísimo y por tanto se producirán menos desplazamientos en coche. De propina, sólo los ricos podrán permitirse comer carne genuina, de origen animal.

¿Lavar de noche? Pues sí. La mala noticia es que esto es sólo el principio de lo que nos espera si no queremos achicharrarnos. La buena es que Podemos está en el Gobierno y esta vez no nos han montado la carajera por la subida de la luz, algo es algo.

No hay mal que por bien no venga.