Me he sorprendido con una novela publicada en 2001 por el francés Frédéric Beigbeder y titulada 13,99 euros. Una crítica cruda y dura sobre la dinámica del mercado y la capacidad de la propaganda para hacernos sentir necesidades inexistentes y hacernos perder la libertad bajo la apariencia de una satisfacción imposible. Algunas páginas son tan crudas y realistas que invitan a bajarnos del mundo y andar descalzos por las afueras de la realidad. También esto es imposible. Es muy difícil salirse del sistema que funciona con tanta precisión científica y psicológica. Todo está pensado hasta el punto que quienes trabajan en ello van por delante tres o cuatro olas de incidencia de quienes consumimos ahora. Es tan realista que más que una novela, en algunas ocasiones, pareciera que se trata de un ensayo crítico de la cultura dominante en la que vivimos.

Propaganda dentro y fuera de las series y películas; propaganda dentro y fuera de las capañas electorales; todo un sistema que nos ayuda a no pensar, a domesticar el poco espíritu crítico que nos quede en aras de una aparente vida sin agobios. Y todo envuelto en una mentira artísticamente elaborada por publicistas que ganan lo que el mejor deportista de alto nivel gana. Con la diferencia que aquellos son invisibles.

¿Qué debemos consumir, dónde debemos adquirirlo, a qué precio lo podemos comprar, de qué color nos debemos vestir y a qué ocio tenemos que acudir. Todo está establecido. Quienes se salen del circuito son raros, extraños, inadaptados. La moda no es el gusto de la mayoría, sino lo que se cocina a fuego lento sobre las mesas de los responsables de la publicidad de las grandes empresas. No te lo dicen, pero nos conquistan el ánimo de tal modo que sabemos que «no tenemos que preocuparnos por pensar, que ya para eso están ellos» que piensan por nosotros y nos ofrecen lo que realmente necesitamos.

¿Quién nos salvará? Hay un espacio para la resistencia. Hay un lugar en el fondo de lo más hondo de cada intimidad personal que siempre queda a salvo de la manipulación. Allá está la fuente del sentido y de la insatisfacción. Algo canta dentro que nos recuerda que después de adquirir lo imprescindible queda el regusto a vacío y nada. Ese espacio no lo llena el mercadeo, como dicen los americanos del sur. Allí seguimos siendo libres. Ese espacio es solo para la felicidad de nivel y las decisiones 4x4. Es el pliegue interior de la propia conciencia, donde nadie puede entrar y donde aún nos mantenemos nosotros mismos pese a los esfuerzos del marketing.

Ese espacio es el campo de batalla en el que el yo puede vencer. Donde yo soy yo, y nadie nos puede decir quiénes somos. Es el lugar en el que nosotros estamos solos y con nosotros mismos y nadie puede entrar. El espacio de la propia conciencia.

Los derechos que por nuestra condición ontológica nos son inherente y son propios, tales como el derecho a la vida, a una familia, a un techo, al agua, entre otros. Pero sin duda, el derecho más importante, y que quizás cobija los derechos antes mencionados, es el derecho a una vida digna. Innegablemente el derecho a una vida digna responde en proporción directa a la dignidad de la persona; es decir, se vive dignamente, en tanto se respete y se promueva la dignidad de la persona. Pero, ¿qué le es propio a la dignidad del ser humano? Al igual que los derechos inherentes a nuestra condición de seres humanos, son muchos los factores que determinan y exaltan la dignidad del ser humano; pero nada la es tan propio y fundamental como el actuar según la propia conciencia.

Ahí no entra el marketing, aunque le afecte.