Como diría mi nieto mayor cada vez que le pregunto algo, «pues, depende abu». En primer lugar —me ilustra con regodeo—, depende de qué clase de duelo estemos hablando; si hablamos de un duelo a pistola, sable o a florete, pues un pis pas; ya que aquí cuenta la puntería y la experiencia de los duelistas; pero, si hablamos de espadas y, más sin son de láser a lo Star Wards, pues lo que aguante Obi-Wan, que suele ser bastante. Pero no, no me refería a esa clase de duelo, le contesto. ¿Supongo abu, que no estarás hablando de gastronomía —me puntualiza con tono sabidillo—, y lo que quieras saber es cuánto se tarda en preparar un estupendo guiso cervantino de duelos y quebrantos?

Pero él, que en realidad sabía de lo que estábamos hablando y, para quitarle hierro al asunto, me vino a decir que el duelo —si es a la muerte de la abu a lo que te refieres—, ese, puede durar el tiempo que quiera adoptar cada uno. No te preocupes abu —quiso animarme con una sonrisa—, ella ha estado y estará siempre con nosotros; y tú sabes mejor que nadie, que sigue rigiendo nuestras vidas, y que nos protege desde el lugar donde esté. Y aunque te digan que el tiempo todo lo cura, no es verdad. En primer lugar, porque lo suele decir quién no ha pasado por una desgracia; y, en segundo lugar porque el tiempo, por sí mismo no cura nada.

Ya, cariño –le digo desde mi dolor y aflicción emocional–, pero es tan difícil vivir sin ella. Lo sé, abu –me contesta mientras me aprieta con ternura la mano–, pero es necesario saber gestionar ese sufrimiento y esa ira que nos corroe las entrañas y evitar, así, caer en la depresión y en el estrés que te genera tener que estar preguntándote el por qué de tantas cosas. Lo sé, le contesto yo, y lo miro, y su mirada me ayuda a entender que, a veces, uno olvida lo afortunado que ha sido o que es, al convivir con el ser amado, a vivir y a disfrutar de los momentos, pero los presentes, no los que aún quedan por llegar. No cabrearse por pequeñeces ni por problemas cuya solución, a veces, escapa de nuestro control. Porque, cuando ya es tarde, entonces, es cuando uno se arrepiente de los besos y de los abrazos que se dejaron de dar, y de aquella excursión o viaje que dejamos pasar, o de aquella flor o de aquel libro que se quedaron por regalar.

Lo que sucede, cariño –le quise matizar–, es que uno lo intenta, créeme; pero las circunstancias, ya sean estas administrativas, jurídicas, bancarias, o testamentales o de cualquier otra índole, te persiguen y te atrapan sin remedio. Es complicado, pero da la sensación de que te acuestas en un mundo distinto al que aparece cuando te levantas. De pronto te das cuenta lo que agobia la soledad no deseada. De que lo que antes te emocionaba, te entretenía y llenaba tus vacíos, ahora ya no valen absolutamente nada; porque nada puede sustituir al amor que se fue, y que, de alguna forma, era el aire que ahora necesitas para seguir viviendo. Pero, qué duda cabe que, mientras tanto, la vida sigue y no te espera.

Lo dices como si te doliera seguir viviendo —matizó mi nieto mirándome a los ojos con ternura—, y has de saber abu, que la vida también tiene sus cosas buenas; y que, si sigues arrastrando el dolor y la pesadumbre al mismo tiempo que evitas dejar un resquicio a la esperanza de que tarde o temprano puedas vivir tu propia vida sin dejar de tener presente al ser amado, te pesará, créeme; porque el apego al pasado es un precio demasiado alto como para instalarlo en el día a día. Lo que te ha de curar es ver a tus hijos y nietos unidos en un mismo amor por la abu; y, ese amor, sin duda, será el motor que contribuirá a sanar las heridas. No puedes esperar pasivamente a que el tiempo haga tu trabajo. Tienes que vivir, abu, por ella, por nosotros, pero, sobre todo, por ti.