Yo tenía preparado para hoy un texto más prosaico, más de queja, tan al uso.

Pero justo cuando estaba a punto de enviar la columna, me vi literalmente traspasada por la belleza de don Domingo Pérez Minik. Lo llamaré don Domingo porque ni sus discípulos ni sus amigos ni sus escasos detractores, quiero imaginar, le apearon nunca el tratamiento. Ya lo dejó dicho María Rosa Alonso con toda la rotundidad que le sacudía el cuerpo y el alma cuando emitía uno de sus juicios: “Era un gran señor”.

Hay gente que nace siendo un señor y como señor muere, esa es mucha verdad.

Yo sospecho que a Pérez Minik, que creó un apellido de su propio nombre y un personaje que trascendió a la persona —paradójicamente, por lo mucho de ella que tenía— le gustaba que lo llamaran don Domingo no por clasismo ni por vanidad, sino porque sabía que el trato contenía, sobre todo, agradecimiento.

Eso es casi lo que más resonó entre las paredes del TEA el martes pasado, en la presentación del Observatorio Cultural Domingo Pérez Minik que un grupo de artistas, profesionales y estudiosos, capitaneados por la pianista Esther Ropón, ha puesto en marcha como homenaje y como necesaria prolongación de su magisterio. De agradecimiento hablaron sus amigos: Juan Cruz, Cecilia Domínguez, Maribel Nazco, Miguel Martinón… Por la comida humilde y el medio whisky que nunca faltó en la mesa. Por la acogida a los jóvenes artistas que despuntaban y a los que prestaba atención, tiempo, letras y libros que nunca regresaban. Y, en el fondo, de él hablamos todos los que allí estábamos, porque el espíritu que animaba la reunión no era otro que el de discutir, debatir y seguir siendo críticos, lo que no está reñido, en ningún caso, y como demostró don Domingo, con la generosidad.

Para mí fue un viaje a un pasado cercano que contenía, a su vez, otro perdido en el tiempo. No sé si seré capaz de explicarme bien. La memoria de don Domingo Pérez Minik viene, primero, a través de mi madre, que siendo adolescente trabajaba en la librería Weyler y escuchaba, cuando podía, entre embelesada y tímida, la tertulia cercana del café El Águila. Conocía a cada parroquiano por su nombre y, por cómo lo sigue contando, los percibía como una suerte de olimpo cercano y ajeno al gris que los tiempos habían impuesto. Antes de ver siquiera una foto suya, conocí que era como un lord inglés que no se permitía el desaliño. Y que sonreía siempre. Por mi padre supe de su dimensión artística como escritor, crítico, director teatral. Todo lo que se publicara en recuerdo de don Domingo o Gaceta de Arte, iba a parar a mi casa oliendo aún a tinta fresca. Mi padre admiraba su talento vivo y sin domar por la academia, su camino autodidacta, que lo hizo –pensaba él— más libre.

Yo he querido a don Domingo Pérez Minik de oídas, siempre de oídas.

El martes, en el TEA, estaban sentados mis antiguos profesores de Filología, autoridades, amigos, músicos, periodistas, escritores. Y estaba sentado mi padre, que no era muy dado a la alegría cuando estaba vivo y que, sin embargo, sonreía allí, al escuchar a don Domingo, rescatado por el cineasta Miguel G. Morales, explicar cómo se le hacía la isla insoportable cuando estaba en ella y cómo se le aparecía por todas partes cuando vivía fuera. “¿Ves? Tierra tirana y celosa, atenazante raíz, ya lo dije yo”, me susurraba, satisfecho.

A partir de ahora, tal como dice la pintada que hicieron en su casa Maccanti, Cruz, Fajardo y G. Morales, diré yo de mi corazón: “Aquí vivió don Domingo mucho”.