Fernando Simón, uno de esos expertos que dijo que del coronavirus tendríamos en España uno o dos casos, afirmó en su día –todos lo escuchamos– que las mascarillas no eran estrictamente necesarias. O sea, que se podía ir por la vida a cara descubierta a condición de que te estornudaras en el codo y no le respiraras en la oreja al vecino en la guagua. Simón, supongo, dijo en aquel entonces lo que le mandaron decir, pasando por encima de su sentido común y de sus indudables conocimientos científicos. En España no había mascarillas y alguna alta autoridad le pidió que se lanzara a las procelosas aguas del ridículo, para ganar tiempo en lo que las traíamos de China. Pero le debe haber quedado algún resentimiento contra esos trapos que llevamos en la boca, porque en recientes declaraciones ha señalado, para asombro de muchos, que la extinción de las mascarillas está muy próxima. Personalmente me quedo con la más modesta reflexión de un experto sanitario canario, Amós García, un tipo tranquilo y prudente, que ha dicho que deberíamos pensar en quitarnos las mascarillas simplemente cuando podamos. Y que hacerlo antes es un poco precipitado. Por no decir otra cosa. La vacunación en Canarias sigue estando muy, pero que muy lejos, de permitirnos demasiadas alegrías. Y en apenas dos meses –dicen– empezarán a llegar cientos de miles de viajeros. Esto no solo no ha terminado sino que si no nos andamos con cuidado el conejo nos puede desriscar la perra.