Descubrí que el 15-M no llegaría muy lejos cuando en la plaza de La Candelaria casi me tropiezo con un sofá color burdeos que los manifestantes habían podido trasladar ahí y donde tres pibitos desayunaban (tardíamente) croasanes y café en vasitos de cartón. Les saludé y les pregunté cuáles eran los objetivos de la protesta. Uno de ellos, quizás el más repantigado de todos, me contestó con una sonrisa amable aunque ligeramente despectiva: “Los que decida la gente”. Otro señaló un montón de papeles apilados en una mesa, donde se habían escrito tantas reivindicaciones como colores tiene el amanecer. “Después celebramos una asamblea, si le interesa, señor”, me informó la piba de pelo ensortijado. El énfasis en señor, hace diez años, me desagradó un poco, hoy casi me parecería un piropo. Se celebraban asambleas al mediodía, por la tarde, a veces por la noche. Que el efímero y magmático movimiento 15-M no llegara muy lejos, sin embargo, no significaba que no tuviera razones para echarse a andar.

Una década después cada uno cuenta no tanto lo que vió como lo que ansió ver para excusar hoy la decepción o seguir alimentando la esperanza para mañana. El 15-M no podía ganar. Si siquiera podía sobrevivirse a sí mismo. Ya no política, sino cultural e ideológicamente. Se enfrentaba a un sistema institucional sólido y desarrollado, a una partidocracia que pronto pasaría de bipartidista a bibloquista, a un orden social y económico que amargaba la vida de millones de personas, pero cuya crisis no era, ni de lejos, de carácter terminal. Se insiste mucho, en la agridulce hora de la remembranza, en que el movimiento no terminó de fortalecerse o que su único objetivo final palpable desembocó felizmente (o no) en Podemos. No lo creo. Lo que los indignados apreciaban especialmente del espacio 15-M era su indefinición, su apertura, su dinamismo participativo y palabrero, y precisamente eso fue la que terminó abortando cualquier futuro operativo, cualquier continuidad organizativa, cualquier influencia política relevante. El 15 M fue más el síntoma de un asqueado cansancio por una democracia insuficiente que se mostraba inútil para vivir con dignidad que una causa que abriera caminos para la transformación progresiva de lo social y lo institucional. Más revuelta que revolución, más indignación plural que propuesta codificada, más ilusión empoderada que reflexión ampliamente socializada. Sin una dirección reconocida, una jerarquía organizada, un arraigo social y territorial, unas complicidades en otros ámbitos prescriptivos (sindicatos, universidades, asociaciones vecinales) y unos pocos objetivos fundamentales, nítidos y compartidos por todos cualquier movimiento social sucumbe rápidamente.

Y, sin embargo, solo siento ante los manifestantes del 15-M, los que se congregaron en Madrid y en las grandes ciudades españolas y canarias, una intensa y agradecida simpatía. Porque quizás no tenían un programa ni una organización ni la tendrían nunca, pero su impugnación de la democracia parlamentaria, aunque preñada de vanas ingenuidades y boberías a veces preocupantes, no carecía de buenas razones. En absoluto. Fue un espacio de encuentro y diálogo entre sensibilidades y opiniones coincidentes en la imperiosa necesidad de asear el sistema democrático, ampliarlo y profundizarlo. Por supuesto que el consenso es el fin último de una democracia representativa, pero el consenso no es decir que sí y espolvorear dos adjetivos frente a un inalterable poder burocrático y su repertorio simbólico, afanados en legitimar –a izquierda y derecha– lo cada vez más insoportable, una crisis eterna que no tiene comienzo ni fin. El 15-M no podía durar pero, al fin y al cabo, es lo mejor que puede decirse de él.