El Ministerio de Hacienda ha constituido un comité de expertos para la reforma fiscal con el objetivo, se nos dice, de analizar el sistema fiscal para mejorar su eficiencia, garantizar los recursos públicos y adaptarlo a los retos del siglo XXI. La pandemia está provocando un importante deterioro de las finanzas públicas españolas, cuyo déficit público se ha elevado hasta el 11% en 2020, frente al 2,8% del año anterior, y el nivel de deuda pública ha aumentado en un año casi 25 puntos, hasta situarse en el 120% del PIB. En este contexto es normal que preocupe la sostenibilidad de las finanzas públicas y que se estudie qué tipo de medidas habrá que ir tomando en el futuro porque, como decía Cristina Herrero, presidenta de la Airef, «en algún momento debemos volver a la estabilidad de las finanzas públicas para garantizar el Estado del bienestar». A continuación vamos a analizar brevemente las áreas prioritarias señaladas desde el ministerio.

La fiscalidad medioambiental en España apenas se ha utilizado ni como instrumento para corregir comportamientos contaminantes ni como medida para recaudar más, y su peso sobre la economía, el 1,8% del PIB, es en torno medio punto menos que en la media de la UE. Ha sido frecuente desde organismos internacionales recomendar un aumento en la imposición de las fuentes de energía más contaminantes, como el diésel, pero habría que analizar muy bien sobre qué grupos sociales y sectores económicos recaerían estas medidas, qué posibles medidas compensatorias se podrían introducir para atenuar su impacto y con qué gradualidad se deberían introducir. No se debe olvidar que el movimiento francés de los chalecos amarillos, que surgió en 2018, tuvo su origen en un aumento de la fiscalidad del diésel.

La imposición de las sociedades y de la denominada economía digitalizada constituyen otras dos áreas prioritarias. Son conocidas las dificultades que, en un mundo globalizado tienen los países a la hora de gravar a las grandes multinacionales. Los países compiten por atraer capital y la fiscalidad es una de las herramientas que utilizan, sobre todo el impuesto sobre sociedades. Las multinacionales que operan con una visión mundial, se aprovechan de estos tratamientos favorables y algunas abusan localizando sus beneficios de manera artificial en los países de menor o nula tributación. Además, las normas tradicionales de la fiscalidad internacional requieren de una presencia física en un territorio para tener que tributar en él, presencia que en el mundo digital muchas veces no es necesaria. Esto aún les facilita más a muchas empresas de este sector eludir la tributación de sus beneficios allá donde han sido generados.

El diagnóstico de la situación es compartido, pero la solución solo se podrá alcanzar si existe una clara cooperación internacional entre países, como la OCDE está intentando desde hace años, que pasa también por actualizar las normas de la fiscalidad internacional. Las recientes reformas que el presidente norteamericano, Joe Biden, ha anunciado parece que van en esta línea. Aumento del tipo impositivo del impuesto federal sobre sociedades del 21% al 28%; establecimiento de un tipo mínimo del 15% sobre los beneficios contables de las grandes multinacionales; y un acuerdo global para gravar a las grandes multinacionales en función de las ventas realizadas en cada país, una variable más difícil de distorsionar. De seguir adelante estas propuestas, estaríamos ante el cambio más importante en la imposición societaria de las últimas cuatro décadas. España tendrá que está atenta a lo que se acuerde internacionalmente. En este campo en especial, no resulta aconsejable ir por libre.

La última área destacada es la armonización de la imposición patrimonial. El debate público se suele centrar en dos impuestos, distintos: el de patrimonio y el de sucesiones. Los dos comparten dos características: una recaudación muy baja, pero paradójicamente suelen centrar mucha atención. España es el único país de la UE que aplica el primero, y los estudios académicos coinciden en señalar su muy defectuosa configuración, al valorar los bienes de manera muy desigual y arbitraria según su naturaleza, y por las oportunidades de elusión fiscal que la propia normativa permite. La opinión mayoritaria ha abogado por su eliminación.

La situación es diferente acerca del impuesto sobre sucesiones, donde la literatura académica suele defender su aplicación, y donde las importantes diferencias en la cuota a pagar entre autonomías difícilmente se entienden en un mismo país. Este último tema, en todo caso, enlaza con una cuestión que la comisión deberá tener muy presente, como es la importancia de que el sistema fiscal español se adapte a la realidad de un país fuertemente descentralizado donde, en coherencia, las comunidades autónomas deben aparecer ante sus ciudadanos como responsables de sus ingresos públicos.