El Evangelio de este domingo nos sitúa en la Última Cena. Es el momento de la despedida; y en las despedidas, especialmente la de la muerte, se hacen los encargos, las recomendaciones más importantes, que no se olvidan nunca.

Una de las preocupaciones fundamentales de Jesucristo era que los discípulos se fueran a olvidar de Él, que lo fueran a dejar todo, que, en su ausencia, se fuera enfriando el amor. Por eso, les dice: “Permaneced en mí y yo en vosotros”.

En un texto tan breve como éste, Jesús emplea cinco veces esta misma idea.

Es normal que ahora, en el Tiempo de Pascua, recordemos y reavivemos lo que se llama “el testamento espiritual de Jesús”.

Para explicarnos la necesidad de permanecer en Él, Jesucristo se vale de una comparación muy sencilla y muy hermosa: la vid y los sarmientos: la vid, la viña es Cristo, el Padre es el labrador y los sarmientos somos nosotros.

Con esta comparación se entiende todo perfectamente: el sarmiento que no está unido a la cepa ni tiene vida ni puede dar fruto. Y para el agricultor lo fundamental es que la viña dé fruto, más fruto, mejor fruto. El Señor nos dice: “A todo sarmiento mío, que no da fruto, lo arranca, y a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto”. Y también: “Al que no permanece en mí lo tiran fuera como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego y arden”. Y es que el agricultor es paciente pero, al mismo tiempo, muy exigente: si no el campo no da fruto, se abandona. ¡Es lo que ha sucedido en estos tiempos con la agricultura!

El Bautismo es el sacramento que nos une a Cristo como un sarmiento a la cepa. Es el sacramento que nos da la vida de Dios que es como la savia, que da vida a la viña. Y luego vienen los demás alimentos de la vida de Dios en nosotros: la oración, la Palabra de Dios, los demás sacramentos, especialmente, la Eucaristía y el ejercicio de las virtudes que llamamos buenas obras.

El Señor nos lo explica todo con mucha claridad: “El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”. Y termina el texto diciendo: “Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos”.

Por tanto, la cuestión fundamental es ésta: ¿Estoy dando fruto? ¿Qué fruto? ¿Cuánto fruto? ¿Estoy como un sarmiento vivo, unido a la vid?

Me parece que la segunda lectura nos da la clave cuando dice S. Juan: “Hijos míos no amemos de palabra y de boca sino con obras y según la verdad”. Y precisa más cuando habla de guardar los mandamientos y hacer lo que al Señor le agrada. Dice: “Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó”.

Y todo esto, ¿por qué? ¿para qué? “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y mi alegría llegue a plenitud”.

¡De ahí, la alegría desbordante de la Pascua!

Es lo que sucedía en la Iglesia primitiva, según nos la presenta hoy la primera lectura: “Entretanto, la Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo”.

¡Así sucedería hoy también entre nosotros si permaneciéramos siempre como sarmientos unidos a la cepa, a la vid!

Pero la perseverancia es lo más que nos cuesta a todos en la vida cristiana y en todo, pero sin ella nos quedamos sin nada; sin embargo, esto es también un don de Dios que Él concede gustosamente a los que se lo piden y se fuerzan, con su ayuda, para conseguirlo.

“Y el que persevere hasta el fin, se salvará (Mt 24,13).