Existe bastante desconcierto sobre qué va a suceder una vez decaiga el estado de alarma. En ello, no hay que ocultarlo, existe un inquietante temor soterrado a vivir sin restricciones, lo que dice bastante poco de nuestra noción de libertad, que hasta se banaliza en discursos electorales como si la libertad fuera tomarse una cerveza.

El juez ante las medidas sanitarias

Habría que confiar más en la autorresponsabilidad de las personas, pero, al contrario, se teme. Se da por hecho que vivimos en un país de pícaros, gamberros o idiotas. Tanto hablar de patrias, y al final el concepto que el pueblo posee de sí mismo es idéntico al que tiene cualquier líder totalitario de la masa. Ningún político se plantea, ni siquiera por casualidad, qué sucedería si se levantaran las restricciones por completo durante solo 24 horas, realizando antes una intensa y muy sencilla campaña informativa sobre vías de contagio y recomendaciones sanitarias. A nadie se le ha pasado por la cabeza algo así. Al contrario, desde el principio ha existido en los gobernantes un miedo atroz, paternalista y ultraconservador a alzar o relajar cualquier restricción, por absurda que esta fuera.

Sea como fuere, algún día, hoy parece que pronto, dejará de existir el estado de alarma. Para entonces, al amparo de las leyes, los gobiernos podrán adoptar medidas sanitarias que no supongan restricción de derechos fundamentales. Ello hará muy difíciles los confinamientos, los toques de queda, la limitación de reuniones en espacios privados -no así en establecimientos de acceso público- y en general cualquier otra medida que afecte sobre todo -no solamente- al derecho a la libre circulación y al derecho de reunión. Solo se podrán adoptar medidas restrictivas de derechos de manera muy limitada en el espacio y en el tiempo, y siempre contando con una previa autorización judicial. En todo caso, cualquier medida sanitaria será impugnable ante los jueces, lo que hará que veamos cómo los comerciantes llevan a los tribunales limitaciones de horarios o de aforo. Al final, la última palabra acabará teniéndola un juez.

¿Esto es acertado? No demasiado, como consecuencia de dos problemas. El primero es que el juez deberá pronunciarse sobre la proporcionalidad de las restricciones, afecten o no a derechos fundamentales, basándose en informes epidemiológicos que no son precisamente fáciles de entender, dado que un jurista no tiene conocimientos al respecto. Ello hará que o bien se le plantee una situación en que una medida sea muy claramente descabellada, o carecerá de argumentos frente al dictamen del epidemiólogo que las autoridades le presenten. Solo si ese dictamen no explica debidamente esos argumentos, podrá el juez contradecirlo y alzar las medidas, lo que no es fácil. Poner a un juez a decidir sobre cuestiones de epidemiología es como pedirle a Fernando Simón su opinión sobre una sentencia que reconoce una situación de «litisconsorcio pasivo necesario».

El segundo problema es que existe una falsa creencia, muy extendida en el mundo, de que para restringir un derecho fundamental basta con que un juez lo autorice, lo que puede ser correcto en algunas situaciones de un proceso penal, que son las más frecuentes. Por ejemplo, una intervención telefónica. Pero extender esa lógica a cualquier otra situación de la realidad es excesivo. Los derechos fundamentales existen para que los ciudadanos nos podamos defender de las autoridades, y no para que estas puedan vulnerarlos cuando deseen. Por ello, si los jueces avalan restricciones, deben hacerlo con extrema prudencia y priorizando siempre el respeto por el derecho fundamental concernido.

Tengo para mí que todo sería mucho más sencillo si los epidemiólogos propusieran solamente las restricciones que están en condiciones de justificar debidamente y por completo, y además los jueces comprobaran únicamente que la argumentación de los científicos no es descabellada, y sobre todo que no existen medidas menos lesivas para conseguir el mismo fin sanitario. Cuando cualquiera de los dos ultrapasa esos confines, sobrevienen los problemas. Al mismo tiempo, sería bienvenida algo de confianza en la gente y pedagogía de las autoridades. Pedagogía no es paternalismo.