Un 22 de abril de 1970 se celebró el primer Día de la Tierra, en el que se estima que participaron más de mil millones de personas en todo el mundo. Las motivaciones del movimiento ecologista no han hecho más que diversificarse a medida que la humanidad ha ganado en tecnificación, progreso y capacidad destructiva, y se ha entregado a una cochinez generalizada. Los pronósticos de hace cuarenta años se han visto superados con creces, y los efectos del calentamiento global son una realidad más que constatable.

El Acuerdo de París, alcanzado en la Cumbre del Clima de Naciones Unidas en 2015, proclama la necesidad de que los estados realicen un serio esfuerzo para evitar alcanzar dos grados de incremento en la temperatura media global en el año 2100 respecto a la registrada en la era pre-industrial (entre 1850 y 1900). En 2020 ya subimos 1,2 grados en ese escalafón de referencia. La década pasada fue la más cálida de la historia, como ya ha avanzado la ONU, y las temperaturas extremas no solo se registran en tierra firme, sino también en el océano. Hasta un 80 por ciento de nuestros mares experimentó una ola de calor en 2020.

La implicación en esta materia se asume como prioridad máxima en la acción política de todas las administraciones del mundo, en especial, de los territorios que más contribuyen a la emisión de estos gases. La política medioambiental de la Unión Europea se basa en los principios de cautela, prevención, corrección de la contaminación en su fuente y “quien contamina paga”. Pero parece muy insuficiente, y se han fijado nuevos objetivos hasta 2030. Un 55% menos de emisiones de gases de efecto invernadero en comparación con 1990, un 32% de energías renovables en el consumo final y un 32,5% de mejora de la eficiencia energética, entre otras. Ambición climática, lo llama el Gobierno de la Nación con esa pompa tan habitual suya, en la web del Ministerio de Transición Ecológica. Pero el grueso del problema queda lejos de Europa. Según la Agencia Internacional de la Energía, cinco países suman más de la mitad de las emisiones: China, EEUU, Rusia, Japón e India. De hecho, media docena de provincias chinas generan más dióxido de carbono que ningún país del mundo.

El Fondo Monetario Internacional se esfuerza en decir que la actual recesión causada por la pandemia podría ser una oportunidad para reconducir nuestra economía hacia un camino más respetuoso con el planeta, lo cual pasa por incentivar las inversiones en productos verdes. Lo veo difícil cuando el mismísimo gobierno japonés ya ha anunciado que va a construir 22 nuevas plantas para seguir quemando carbón como alternativa a la energía nuclear. La AIE ya ha avisado de un crecimiento este año de las emisiones de CO2 de un 4,8 por ciento en 2021.

Cada vez es más posible el colapso climático, ese escenario apocalíptico que implicará un derrumbe generalizado de la civilización y la progresiva extinción de la raza humana, como resultado más que avisado del calentamiento global. Afortunadamente, no todo parece perdido, y se recuerda que las acciones individuales pueden ayudar a retrasar ese crack ecológico, pero no se han tomado medidas drásticas que lleven a disminuir el consumo de combustibles fósiles, racionalizar la producción industrial y, desde luego, acabar con el consumo desenfrenado de bienes en pos de una renovada conciencia ambiental. Cuanto más consumista es nuestra sociedad, más depende de la fabricación de cosas, y más gases contaminantes producirán las industrias que fabrican esas cosas, y más calentarán la Tierra si no se implanta un programa mundial de energías renovables. Y si esa sociedad pasa de reciclar y reaprovechar la mucha mierda que produce, peor.