El descenso progresivo del número de los escalones que ha venido constituyendo el bachillerato tradicional de carácter propedéutico, esa escalera de la enseñanza postobligatoria, que nació a la sombra de la universidad y fue durante muchas décadas imprescindible para el acceso a los estudios superiores, es evidente. Se inició con seis cursos, llegó a alcanzar los siete y se ha venido reduciendo hasta quedarse en dos, una cifra residual, que implica la devaluación de su estatus académico y la de su profesorado. ¿Ha tocado fondo? ¿Continuará descendiendo? ¿Podrá desaparecer?

¿Está en riesgo de extinción el bachillerato?

Las causas que han llevado este nivel de la educación a una pronunciada involución, en magnitud y en contenidos, y las consecuencias de ir cediendo terreno ante el avance de una primaria gratuita y obligatoria, y perdiendo materias frente a presiones de distinta índole, han sido varias y complejas, sin duda. Quizás un somero repaso histórico nos ayude a clarificar la situación.

Para hablar de la enseñanza reglada en España, tenemos que remontarnos a 1812, a nuestra primera Constitución, en la que quedaron fijados sus tres niveles, y a la Ley General de Instrucción Pública de 1857, creadora de la estructura docente que, a grandes rasgos, se mantuvo hasta la Ley General de Educación de 1970. En ellas se establecía que la educación primaria, obligatoria y gratuita, sería de 3 años, de los 6 a los 9; la secundaria tendría 6 cursos de duración; y la universitaria no podría exceder de 7 años.

La primaria vivió en precario, a expensas de los escasos medios con los que contaban los municipios, hasta finales del primer cuarto del siglo XX, dictadura de Primo de Rivera, cuando el Estado asumió su coste. Luego, ha ido ampliando su espacio: se prolongó hasta los 10; llegó hasta los 12, con la Ley de Enseñanza Primaria de 1945; se consolidó en los 14 con la LGE de 1970; y alcanzó los 16, con la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, en 1990.

El bachillerato, en la acepción que recoge el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su edición de 2001: “Estudios de enseñanza secundaria que preceden a los superiores”, que no son los únicos estudios, pero sí los más comunes, viene en caída libre desde la Reforma Educativa de 1953, acentuada con la LGE y continuada con la Logse. En las leyes aplicadas posteriormente (Lopeg, LOE, Lomce y Lomloe), se ha mantenido la reducción. En cambio, los estudios universitarios han conservado intacto su territorio: de los 18 años en adelante.

Paralelamente a esa merma de cursos se han producido otros recortes de alcance imprevisible: se ha desnutrido el contenido, al talar materias fundamentales para la formación humana y para el desarrollo intelectual de los jóvenes, como el Latín y la Filosofía. La eliminación curricular del Latín cercena las raíces del idioma, con lo que se reduce la capacidad de la comunicación, puente imprescindible para una convivencia civilizada. La pérdida de la Filosofía priva del cultivo y desarrollo del pensamiento lógico, primordial para la formación humana.

La relación entre los institutos y el bachillerato ha sido la de continente y contenido, hasta el punto de que una de las denominaciones que tuvo el primero fue la de Instituto de Bachillerato, ya que ha sido el espacio propio de este nivel formativo.

El necesario acortamiento del trayecto escuela-universidad y la discutible supresión de las materias citadas, en aras de una formación eminentemente científica y práctica, se han finiquitado, pero ¿se habrá ido demasiado lejos? ¿Se habrá desvirtuado la esencia de la formación humana? ¿Nos habremos pasado de poda? Porque, siguiendo por esa vía, ¿qué ocurrirá con las futuras leyes de educación? ¿Acabarán eliminando el bachillerato para ampliar una enseñanza, llámese primaria, secundaria o primosecundaria, de carácter obligatorio y gratuito, que permita llevar a los alumnos desde los 6, frontera superior de la infantil, hasta los 18 años, frontera inferior de los estudios universitarios, con o sin prueba de acceso? ¿Se seguirán desnutriendo los contenidos humanísticos? o ¿Volverán los bachilleratos de cuatro o seis cursos, aunque distintos a los anteriores, como las golondrinas de Bécquer?

Ante tanta incertidumbre, no olvidemos que, en cualquiera de los escenarios posibles (con más o menos leyes, cursos y currículos), la cuestión central en el proceso de enseñanza-aprendizaje se realizará en el aula, hecho tan evidente como que el pan se cocina en el horno, y es ahí donde se manifiestan los elementos fundamentales. Solo con educadores preparados y volcados en su profesión lograremos resultados óptimos. Ellos son los que le proporcionan la dinámica al proceso, el disfrute al aprendizaje y la aspiración de todos a la excelencia. Otros elementos confluyen en esa labor, sin duda, pero los protagonistas han sido y serán siempre los docentes y los alumnos.