Como toda persona sensata, a medida que voy cumpliendo años, en lugar de certezas, voy acumulando dudas. Solo una creencia permanece inmutable: la de que no hay cosa más insufrible en el mundo que un converso.

Este rechazo se ha ido fraguando a lo largo de años en los que he soportado, de manera directa o indirecta, su presencia en la vida pública y en la esfera privada. Y en ambas les profeso una especial e inevitable animadversión.

No hay nada que hacer. No me gustan los conversos, de la misma manera que no me gustan los exfumadores que se transforman, en cuanto el humo deja de cegar sus ojos, en perseguidores furibundos de aquellos con los que antes compartían mechero.

No me gustaba el Gadafi del eje del mal, pero era mucho más aterrador el Gadafi al que Occidente dio por bueno porque, de repente, le convenía mucho tenerlo cerca y a la mano.

Y no me gustan los amigos que han saltado de un lado al otro del arco ideológico y nos pegan al resto unas chapas homéricas porque se han caído del caballo, han visto la luz y ahora adoran al líder adecuado y escupen sobre el que antes amaron y por el que habrían dado la vida si fuera necesario.

En estos tiempos pandémicos, con tristeza lo digo, los conversos son muchos, se han encontrado en el camino, han hecho causa común y se han vuelto más insoportables que nunca.

De modo que, día sí, día también, me tropiezo virtual o presencialmente con coetáneos que se pasaron la juventud bebiendo del gollete de botellas de cerveza que acumulaban más microorganismos que un charco de agua empozada. Gente que se metía entre pecho y espalda el equivalente al PIB de un país mediano, que compartía vaso y fluidos sin complejos y cuya alimentación básica se limitaba a mustios bocatas con mayonesa en cualquier chiringo sin nevera y con treinta grados a la sombra.

Esa gente, llegados los cuarenta, se dio a la kombucha y los juguitos detox. Y yo que me alegro.

Pero los veo haciendo running, trekking y cualquier cosa acabada en ing; los veo meditando en la playa, entre tonguitas de piedras, y subiendo al monte a ver las estrellas; los veo en su papel de elegidos que han abrazado la verdad y la pureza y no puedo evitar pensar que eran más sobrellevables con sus antiguos vicios porque entonces, al menos, uno podía reírse con ellos.

Ahora no. Ahora se han abonado a teorías conspiranoicas varias, porque están más informados que tú. Manejan fuentes a las que tú no llegas. Son fuentes que no se pueden revelar, claro, eso es de primero de complot. Ellos saben.

Ahora se rebelan contra la cruzada mundial para la dominación de los cerebros, que ganas dan de decirles: “¿Pero quién va a querer esa esponja que tienes en la cabeza, niño?”, y te colocan un sermón de horas, si los dejas, sobre el daño que producen las vacunas en los cuerpos y sobre cómo te proteges del covid con solo desearlo porque “todo está aquí” (te dicen señalando la frente marchita).

Entonces tú intentas desmontar cada disparate, pensando en que, en algún momento de la conversación te van a soltar: “Que estaba de coña, muchacha”. Pero eso no sucede. En su lugar, empieza la filípica sobre la libertad individual y los virus de laboratorio. Y entran los chinos en escena. Y los illuminati. Y Soros. Y los masones. Y antes de que empiecen a nombrar a las élites adoradoras de Satán tú te tienes que levantar del ordenador o de la terraza y huir, lamentándote de no haberlo hecho veinte años atrás, cuando todavía no tenían tu número de móvil.