Me esperaban nueve horas de trayecto en transporte público desde Belgrado. Había tomado la decisión de anestesiar la pesadez del viaje con dos chupitos de rakia después de devorar la carne de caza en Skadarlija. Dicen los expertos espirituosos que jamás debes rechazar el ofrecimiento de esta pócima capaz de hacer olvidar las diferencias culturales y políticas que des(une) a los Balcanes. Y fue ahí cuando me percaté que empezaba a otear el paisaje en modo de rosetón gótico. El conductor tenía un aire a Zlatko Vujovic, aquel mítico delantero yugoslavo que perforaba porterías a base de cañonazos en el Mundial de Italia 90. Sin embargo, parecía que hubiera jubilado sus años mozos para conducir aquella serpiente de lata sorteando las curvas con cerveza Jelen y cigarrillos Gold Coast; todo a la vez, con la misma pericia que el director de la sinfónica de Belgrado en el Teatro Estatal. La policía fronteriza serbia ordenó parar el autocar cerca de un icónico Wolkswagen Golf Country rojo. Al amable grito de “¡passports!”, intimidaban al pasaje aquellos dos armarios sacados de un documental sobre el grupo paramilitar de los Tigres de Arkan. Solo quedaban siete horas para llegar a la tierra con forma de corazón que conmovió al mundo. Mientras los Alpes Dináricos nos abrazaban a medida que avanzábamos por esas carreteras de montaña, imaginaba a los soldados del ejército partisano yugoslavo sobreviviendo al frío y al hambre en esos inviernos cruentos en la Yugoslavia de la Segunda Guerra Mundial. Me habían dicho que era una ciudad donde el recuerdo de la tragedia y la realidad de la superación convergen en un cuadro de Zuku Dzumhur. En ese punto metafórico emergió Sarajevo, una ciudad que se abría paso por un camino estrecho que profetizaba la grandeza y belleza de un lugar tallado con esmero de orfebrería. Rincones propios de cuentos y leyendas, con ambientes que desprenden aromas a jazmín y especias. Y las luces que no se apagan para iluminar unas calles que te susurran al oído. Es una ciudad inolvidable de la que se desata ese halo lúgubre que imprimió aquella maldita guerra que la OTAN olvidó. Todo me recordó a 1992, al edificio del Consejo Ejecutivo recibiendo múltiples disparos de los tanques, a los soldados y civiles al grito de “¡Pazite, Snajper!”(¡Cuidado, francotirador!) en una ciudad que estaba literalmente muriendo de hambre, al atentado en el mercado Markale, al genocidio de Srebrenica. Y a lo lejos, en el Puente Latino, donde asesinaron al archiduque Francisco Fernando, una pareja se besaba para cambiar la historia y sanar las cicatrices de la perla del Este. Sarajevo es el rostro de la guerra, el magnetismo que nos acerca a Baščaršija en un día soleado y nos atrapa en las callejuelas de su barrio turco. John Pranivoc nos contó que tenía 10 años cuando un francotirador serbio acabó con la vida de su amigo. Jugaban a la pelota hasta que un proyectil Zastava M70 impactó en su pecho y las armas decidieron hablar. Hoy se gana la vida de guía enseñando las maravillas de una ciudad excelsa, cautivadora y apasionante, sin olvidar la herida permanente que dejan más de 100.000 muertos; y sus calles lo recuerdan, a cada paso, en cada esquina, con las rosas rojas y la memoria de miles de civiles masacrados por otra guerra injusta. En Sarajevo casi no quedan parques, tampoco viejos. Es el rostro cansado que persigue el ayer, porque en la mirada de las personas se encuentra la mejor forma de entender las consecuencias de las guerras. Las palomas vuelven a la fuente de Sebilj. Sale el sol en la Jerusalén de Europa.

@luisfeblesc