Desde hace tiempo venimos cerrando los ojos al hecho de que la inmigración ilegal es un negocio que da beneficios a muchísima gente. Hay redes que operan en el continente africano, llevando hacia los puntos de salida a mucha gente desesperada. Tanta, dicen los que saben, que el mayor cementerio de seres humanos no está en el fondo de ese océano al que se lanzan, sino en las arenas de los desiertos o en las rutas en donde son a veces abandonados, asaltados o directamente asesinados. Los inmigrantes pagan sumas astronómicas por ese viaje que creen un pasaje para una vida mejor. Aunque en ocasiones solo estén pagando, sin saberlo, un trayecto hacia su propia muerte. Y las organizaciones mafiosas les cobran por ponerles, en el mejor de los casos, en una precaria embarcación llena hasta los topes. Es de suponer que también existe una tarifa de “lujo” para los que vienen arrastrados por barcos nodriza que les dejan frescos como lechugas en las cercanías de las islas. Deben ser los menos por cómo nos llega la gran mayoría de inmigrantes, deshidratados, ateridos de frío o directamente muertos de hambre o sed, tras un viaje infernal. Pero son una mercancía valiosa. Por ellos cobran hasta los gobiernos africanos que se prestan a recibirles de regreso a cambio de dinero –a tanto por cabeza– que salen de los presupuestos y que nadie hace públicas. No estamos solamente ante gente desesperada que se echa al mar. Hay mucha tela, que está cortando mucha gente.