El presidente de la mitad del Gobierno de España, Pedro Sánchez, ha dicho en el templo del pueblo, ese el lugar donde se amamantó a la democracia española –y al hijo de Teresa Bescansa, que no tenía niñera alto cargo– que existe un plan de 4.220 millones para salvar al turismo. Un plan, pero no la pasta, que nadie ha visto por ningún lado.

A mí lo de estos gobiernos de ahora me empieza a recordar a ese amigo que, cuando hay que pagar la cuenta, hace un lento amago de ir a por la cartera pero se queda siempre a medio camino y con la cartera intacta porque siempre hay alguien que acaba pagando. Se pasan la vida prometiendo que van a invertir, que van a gastar, que van a hacer esto y lo otro, miles de viviendas por aquí y no sé cuántas carreteras por allá... Y nada de nada.

Cuando pase el maldito coronavirus y la gente vuelva a salir al trabajo, las grandes carreteras de nuestra isla van a seguir colapsadas, porque en vez de aprovechar este tiempo siniestro que estamos viviendo para hacer de golpe las grandes obras que necesitamos –creando un empleo muy necesario y molestando a la menor cantidad de gente posible– lo harán justo cuando volvamos todos a la calle. Para poder trancarnos en un atasco colosal cuando regresemos a la normalidad.

El Gobierno de España va a gastar este año 27 mil millones de euros de los que aún no sabemos ni cuánto nos van a dar ni a qué se va a dedicar lo que nos toque, si es que sobra algo después de pasar por la caja de Cataluña y el País Vasco. El Gobierno guanche ya esta mosca. Con la crisis de la migración los socialistas de Madrid se la metido doblada a sus compañeros de Canarias. Los han dejado a los pies de los caballos con una colección de errores, contradicciones y chapuzas que tiene a muchos en el PSOE hablando solos. Y con razón. A Moncloa solo le ha faltado mandarle a Torres un tarro con vaselina con la huella de un beso de Sánchez con los labios pintados de un rojo tan rojo que parezca morado.

Aquí ya se sueltan trolas como panes. No hay nubes de miles de millones esperando para caer como la lluvia sobre el desierto de regiones pobres como Extremadura, Andalucía o Canarias. El pez grande siempre se acaba comiendo al chico. Y los que más tienen van a comerse la mayor parte del pastel. De esos cuatro mil millones para el turismo nos vendrán las raspas, pese a que el sector en Canarias está destruido. Y los proyectos para optar a los fondos europeos terminarán en manos de grandes corporaciones de las que en Canarias tenemos entre cero y ninguna. Exactamente las mismas esperanzas de que nos toque la lotería europea.

Menos mal que el dinero lo va a repartir, con ese dedito que dios le dio, nuestro amado Sánchez. Con lo que le importa Canarias podemos dormir muy tranquilos.

Tiempos líquidos. La fecha simbólica 8 de marzo la está liando a lo grande desde ya. Incluso en el seno de los mismos partidos, donde unos dicen Juana y otros la hermana. Hay organizaciones feministas que están llamando a manifestarse en las calles, pasándose por los ovarios las restricciones oficiales. Hay otras que aseguran que salir es irresponsable. Y está el delegado del Gobierno de Madrid, Pardo Franco –de evocadores apellidos– que ha declarado estar dispuesto a autorizar que se manifiesten hasta un total de 500 personas. Chúpate esa. La única voz sensata que ha sonado es la de la ministra de Sanidad, Carolina Darias, que no ha podido ser más contudente: “no ha lugar”. Ni de coña se va a autorizar que se celebre una manifestación en las calles con los tiempos que corren y con los sacrificios que lleva la gente en las costillas. La señora Darias aporta un poco de razón y sentido común en una sociedad que a veces parece que ha perdido la cabeza de forma irreparable. La manifestación del 8 de marzo del año pasado, que fue duramente criticada, se celebró en unos momentos en los que se llenaban los campos de fútbol, se hacían conciertos multitudinarios y la gente viajaba masificada en metro o en guagua. Se puede decir –con razón– que este país reaccionó muy tarde y muy mal ante una pandemia mundial, pero la manifestación feminista –tras la que cayeron contagiadas varias ministras– no fue más que una concentración más de las muchas que se seguían celebrando. Si celebrarla fue un error, solo fue uno de los muchos que se hicieron. Plantear hoy una manifestación, por legítimo y bueno que sea su propósito, es un error colosal. Y si se hace desde responsabilidades de gobierno, sería incomprensible. ¿Con qué cara se le puede impedir a la gente que se reúna con sus familias cuando quienes mandan se permiten reunir a cientos de personas cuando les conviene?¿Están tontos o qué?