La situación social y económica de Canarias es peor que la que se registra en Barcelona o Madrid. Pero aquí no se mueve una hoja. No escribo desde una estúpida envidia que anhele el resplandor del caos o la lírica de la algarada callejera. Ni aquí ni en ningún sitio sirve de nada destruir escaparates, robar tiendas caras o quemar vehículos o contenedores. Pero es asombroso el grado de anemia cívica en un país con cerca de 300.000 ciudadanos desempleados y unos 85.000 más adscritos a expedientes de regulación temporal de empleo, con un paro juvenil (menores de 25 años) que alcanza un 70%. Se ha llegado ya, tras un año de pandemia, a cifras y porcentajes similares a la peor coyuntura de la crisis que se vivió a partir de 2008 y no dio síntomas de remitir hasta 2015. También me asombró entonces que no se produjera ni un conato de desgarro social o discordia civil. Ni una manifestación ni manifiestos ni huelgas ni nada. Ahora lo único que moviliza algo en las calles en la gestión de la migración de origen africano. El resto es inmovilidad y silencio mientras aumentan los parados, las ayudas no llegan a tiempo, la desigualdad galopa, el calendario del plan de vacunación parece comprometido y el Gobierno autonómico está enamorado de sí mismo y se revuelca sobre una interminable alfombra de autocomplacencia, entre otros motivos de desesperanza.

En Canarias no se protesta, con o sin violencia –el otro día, en Jaén, se manifestaron decenas de miles de personas pacífica e irritadamente– porque aquí apenas se puede hablar de sociedad civil articulada. Ciertamente en las islas pueden contarse una decena de grandes fortunas y su influencia política –especialmente en ámbitos municipales– resulta innegable. Pero es el Gobierno autonómico –y hasta cierto punto el conjunto de administraciones públicas– quien se apoya en la sociedad y no al contrario. El Gobierno autonómico es, de lejos, el principal empleador y el mayor asignador de recursos económicos en una economía modesta que no está ni por su capacidad de generar valor añadido, ni por su productividad, ni por su digitalización, ni por su estímulo a la formación y a la excelencia, entre las mayores de España. Desde hace más de treinta años no recuerdo a las patronales agredir al Gobierno de turno, ni a los sindicatos enfrentándose a una guerra abierta: en realidad funcionan como instituciones paraestatales o, en este caso, paraautonómicas. Se morrean con entusiasmos con los presidentes en el Consejo Asesor y aplauden invariablemente sus combates patrióticos. El 90% de las empresas isleñas con microempresas para las que el Ejecutivo regional es tan accesible como para los siervos de la gleba lo era el soberano del Sacro Imperio Romano Germánico. Con alguna excepción cabe decir lo mismo de las universidades y de los colegios profesionales, y mejor no pensar en los que alguna vez se llamaron intelectuales, que suelen dividirse aquí –como en todas partes– entre izquierdistas que apoyan al Gobierno e izquierdistas que no, pero que no dirán nada para que Vox no obtenga mayoría absoluta. Su opinión importa nada a nadie.

Una sociedad civil fuerte, expansiva, crítica, creativa y celosa de su autonomía frente al poder político es imprescindible tanto para fortalecer un sistema democrático como para optimizar un crecimiento económico que pueda traducirse en sistemas públicos de educación, sanidad y dependencia razonablemente viables. Su debilidad en Canarias, su ciega dependencia a las rentas del Gobierno central y del Gobierno autonómico es a la vez causa y efecto de nuestra postración, nuestra debilidad colectiva, de un silencio derrotista amordazado por nosotros mismos.