Los isleños tenemos dificultad para explicar el amor que le debemos a esta tierra incompleta que son los terruños en los que hemos nacido, estas superficies raras que terminan abruptamente al borde de mares invasivos en cuyas orillas sentimos, despavoridos, que se nos terminan la respiración y el suelo. Son los otros, los que vienen de fuera, los que nos conocen viniendo de continentes y de otras experiencias sobre espacios que se pierden en el horizonte de las mesetas, los que nos traen una experiencia que se convierte en una definición preciosa de aquello que hemos tenido siempre y no hemos sabido apreciar.

Nací en un barrio del Puerto de la Cruz, al que venían extranjeros minuciosos, como Bertrand Russell o Alexander Humboldt, o Andrè Breton, que se iban de aquí hablando y escribiendo maravillas de las consecuencias del Teide y otros lugares del peñasco que nosotros mismos tardaríamos en reconocer como paraísos con nombres y paisajes extraordinarios y propios. Muy pronto conocí La Gomera, y eso me hizo sentir que el isleño era también partícipe de otros territorios semejantes. Gran Canaria fue una luz en la noche, un destino que de pronto fue habitual, como si de allí viniera el silbido de un pájaro ubicuo. La Palma fue el primer destino profesional, pues allí me mandó, de adolescente, el entonces director de EL DÍA, Ernesto Salcedo, a entrevistar a un veterano empresario del tabaco, don Pedro Capote. A esas edades uno no mira el paisaje sino el encargo, y fui y volví preparando preguntas; hasta que un buen día, gracias a Mauro Fernández, descubrí el color de la luz de la isla. En El Hierro fui guiado por una mano que parecía un barco de orillas, José Padrón Machín, que además me enseñó algunos secretos horribles de la guerra civil que a él lo metió debajo de su cama para que no lo mataran los nacionales, algunos de los cuales eran sus propios paisanos. A Lanzarote fui ya crecidito, de modo que pude ver (guiado primero por unos reportajes de Elfidio Alonso) los grandes descubrimientos telúricos (y humanos) del impar César Manrique. Fuerteventura fue después, en una excursión con unos compañeros con los que estaba estudiando, un episodio mayor de mis descubrimientos, pues es una isla llena de islas, desde el Puerto del Rosario y el Puertito de la Cruz, además de Cofete o Corralejo, que resultan paisajes de dentro, como perpetuamente haciéndose a golpe de la arena y del viento que persiste como los sueños con que se hacen las islas.

En viajes sucesivos conocí después, convocado por Ignacio Aldecoa, la isla de La Graciosa, que es como el puñetazo de un niño sobre la sábana del mar, y Lobos, donde estuve a punto de regalarle el pie a una laja implacable, en una playa que era y no era casi a la vez.

Ahora hago el recuento porque ya he estado muchas veces sobre esas geografías, pero los que somos isleños de nacimiento tardamos en darnos cuenta de lo que se lleva consigo nuestra memoria atolondrada, así que tienen que ser foráneos, a los que nosotros creemos extranjeros, los que de veras nos cuenten cuál es el terruño en el que nos hemos criado, cuáles son sus bellezas (sus bellezas de dentro, no sólo los riscos, los picos o las olas), y por qué ellos se llevaron consigo el amor que les inspiró nuestra tan quebrada, tan diversa, tan alocada, geografía. Esto me pasó, muy principalmente, hace ahora casi cuatro años cuando leí un libro para mi maravilloso, como si fuera inaugural, del recién fallecido coterráneo (él se consideraba así, coterráneo, paisano, entrañado en nuestra geografía como si nunca se hubiera descalzado de la tierra isleña) Joan Margarit. Ese libro, ya glosado aquí tantas veces, es Para tener casa hay que ganar la guerra, que nace de las anécdotas más graves de la guerra, en la que él nació, hasta los últimos años de la que fue una vida plena de amor por otros, por Barcelona, por los suyos, y también por esta tierra, Tenerife y Gran Canaria, en la que pasó años pletóricos, de luz humana, de paisaje, de su vida, truncada al cumplir los 82 años. Ese libro, en cuya portada él aparece de muchacho, mirando esquinado, travieso, ante un paisaje de Barcelona, es una expresión viva, casi escrita a mano, o dibujada con sangre, de sus primeros años, de su adolescencia, y por tanto de las islas a las que dedica mucho más que amor, pues va por dentro de todos sus sentimientos para revivir lo que fue la enseñanza de mirar un paisaje ajeno hasta hacerlo propio. Desde su lectura, de la que hablamos largamente en entrevistas, en conversaciones que solo tenían como propósito la necesidad de compartir paisajes que ya eran también suyos, desde el Teide a la plaza de Santa Catalina, entendí mejor mis propios caminos. “Verdad, belleza y bondad, el horizonte más amplio que veré jamás”.

Ese horizonte de todas las islas, vinieras donde vinieras, para él esa abundancia de recuerdos era como revisitar “el paraíso terrenal”. Cuando leímos juntos párrafos de esa historia suya con las islas él decía que “esto no es un libro, este soy yo”; era, decía, como el Oeste de su vida, un paisaje que lo sacaba de Europa y lo llevaba a América, a un territorio, Canarias, en el que había nacido después de nacer en Sanaüja. En Las Palmas y en Santa Cruz descubre el encanto preciso de las azoteas, en La Laguna sabe del frío seco de los veranos del cuartel, ejerce en sus distintos trayectos la fortuna de mirar por vez primera los paisajes tangibles, humanos, de la tierra que más lo ha querido, los lugares que mejor lo han querido, la admirable paciencia de la tierra a la que siempre volvió, en espíritu y en persona, como si retornar fuera no haberse ido.

Leer ese libro, que sucede en todas sus geografías, me ayudó a querer más a Margarit y a querer más y mejor los suelos que han sido la esencia, el sabor y el sueño, de mi propia vida. A él le debo un tesoro que me hubiera gustado que a él le hubiera durado mucho más allá de la vida. Pero murió, Joan Margarit murió, y esta tierra le debe la gratitud que él mismo manifestó siempre, en gran parte de sus versos, en todo lo que hay de hondo e isleño en su poesía.